Para los amantes de la lectura, ver una manifestación de estudiantes, como la
del pasado lunes 21 de febrero en Valencia, armados con libros en la mano, es
una gozada. Ahí es nada, “el enemigo” blandiendo El Lazarillo de Tormes y
Siddharta. Muchas guerras se habrían evitado si se hubiera empezado por
ahí y por pasar más tiempo en las bibliotecas.
martes, 28 de febrero de 2012
martes, 21 de febrero de 2012
Escribo, luego existo
Me van a permitir que hoy me ponga filosófica y cartesiana, que una vez al
año no hace daño. Lo hago con el permiso del mismísimo Descartes que segura
estoy de que me lo está dando desde los celajes. No en vano, en cuanto he visto
por esos mundos (concretamente, en París y en Amsterdam) un cartelito en una
puerta donde diga “Aquí vivió Descartes en el año 1600 y pico”, me he apresurado
a posar delante de él con cara de intelectual, tal cual si fuera el Tajmahal; no
en vano les conté su vida, costumbres y pensamientos a mis sufridos alumnos
durante varios años; no en vano hasta les ponía una película de una de mis
series favoritas, “Doctor en Alaska”, en la que el tal doctor hablaba de
Descartes como el genio que se dio cuenta por primera vez de que la mente era
una cosa y el cuerpo otra.
martes, 14 de febrero de 2012
La estatua
La Estatua era el lugar de citas cuando éramos jóvenes. “Quedamos en la
estatua” era la frase para reunirnos con las pandillas para ir después al cine,
o con algún amor temprano, o con los compañeros a la salida del cercano
Instituto.
martes, 7 de febrero de 2012
San Fanurio
La semana pasada, después de pasar dos días en el sur, eché en falta un zarcillo de
plata. No estaba en el neceser donde los suelo poner ni en la maletita que llevo
ni en mi cuarto ni en ningún sitio. Llamé entonces a Tina, una chica que me echa
una mano de vez en cuando en la limpieza de la casa del sur y le dije que me lo
buscara allí. Rodó sillones, camas y mesas y no apareció. Me llamó al día
siguiente y me dijo: “Tú lo que tienes que hacer es rezar a San Fanurio” “¿San
qué?”, dije yo, que era la primera vez que lo oía (y eso que fui a un colegio de
monjas). “Un santo muy milagroso –me respondió ella – Él te lo encuentra todo y
sólo tienes que hacerle después una tarta”. “¿Y quién se la come?” “Tú, por
supuesto”, me contestó, ante mi alivio, porque ya me veía yendo en peregrinación
vete a saber dónde con una tarta a cuestas para hacérsela comer a un santo, que
estaría, por otro lado, hasta el gorro del empalague.
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