No, no se asusten, que no me ha dado ahora el aire por entrar en el convento.
Aunque, si llego a hacer caso a la Madre Mª del Pino que, a mis 9 años, me cogió
por banda y me propuso que por qué no ingresaba, que ella veía en mí claros
indicios de vocación, ahora sería Sor Estupefacción y estaría dedicada, estoy
segura, a hacer rosquetes de anís detrás del torno.
martes, 31 de mayo de 2011
martes, 24 de mayo de 2011
Revolución española
Hay veces en la vida en las que la realidad parece llevar un ritmo tranquilo
y sosegado, como esos días en que una va a buscar el pan y el periódico por las
mañanas y contempla el escenario cotidiano, ahogando incluso un bostezo. Pero
otras, la realidad se acelera y empiezan a pasar cosas que no dejan de
sorprendernos: tsunamis, terremotos lejanos y cercanos, fuerzas de la naturaleza
en movimiento. Y también, contagiados, movimientos humanos que, como mareas,
llenan las plazas de ciudades y pueblos, protagonizando aquí lo que por esos
mundos llaman la spanish revolution.
martes, 17 de mayo de 2011
Historias de autostop
En mis tiempos de universidad se hacía mucho autostop. Ajenos a las historias
truculentas que se contaban y amparándonos en que normalmente íbamos en grupo,
nos lanzábamos a la carretera a mover el dedo, igual que hacía, muchos años
antes (1934), Clark Gable cuando le daba lecciones de autostop a Claudette
Colbert en la película “Sucedió una noche”.
El autostop nos parecía el medio ideal, no sólo para ahorrar tiempo, dinero y las
molestias de la guagua (mucho menos cómodas que las de ahora, dónde va a parar),
sino también para conocer gente, vivir la aventura, reírnos y contar después
historias de tipos curiosos que hay en el mundo recogiendo generosamente a gente
de medio pelo como nosotros.
Pero también tenía sus desventajas, todo hay que decirlo. Aprovechando que
estábamos encerrados en un coche y que se vería feo que nos tiráramos en marcha
a la cuneta, algunos especímenes humanos ejercían una tortura solapada sobre
nosotros, indefensas víctimas a las que no nos quedaba más remedio que
aguantarnos, no haber querido viajar gratis…
Y así, estaba el espécimen El Ciclopedia, que aprovechaba los
trayectos para contarnos el ciclo vital de los babuinos, la formulación de la
ley de Boyle-Mariotte o el evangelio según San Mateo (éste era del tipo
Predicador). Cuando no la liga de fútbol al completo con alineaciones y
todo.
Estaba también el Mecachisquéguaposoy. Así era un compañero de mi
curso, mayor que nosotros, preparador físico y ¡con coche!, algo inaudito
entonces, que nos perdonaba la vida dejándonos subir en él. Lo malo es que, a
pesar de ser tan guapo (que lo era), no abría su perfilada boca, miraba a cada
rato al espejito a ver si sus rizos estaban en su sitio y, después, nos dejaba
en el 5º pino, y allá ustedes, arréglenselas como puedan para llegar a casa tres
horas más tarde.
Los Estoyenlahiguera eran ejemplares que se encontraban sobre todo en
Madrid. Eran aquellos que, cuando les decíamos que éramos canarios, nos decían
que ellos tenían un primo en Palma de Mallorca. El peor lo encontró mi amiga Ana
Delia que, al decirle ella que era canaria, él le empezó entonces a hablar en
inglés. Ana Delia, que estaba medio zombi, después de una noche de estudio y de
una madrugada, se limitó a decirle “Yes, it is” a todo lo que el otro contaba.
Uno de los Defrentemarchen le tocó a mi marido, entonces mi novio, una
Semana Santa en que fue de Valencia a Madrid para verme, y, después de 9 cambios
de coche, entró en Madrid en el de un general que le fue dando órdenes todo el
camino: siéntese al lado del chófer, ponga su bolsa allá, no hable, bájese aquí…
Daban ganas de cuadrarse y decir ¡A sus órdenes!
Los Aversihoyligo, nada más subirnos, ya querían saber nuestro nombre,
número de teléfono, dirección y si teníamos el sábado libre. A veces hasta les
dábamos los teléfonos, inventándonos los nombres, para reírnos cuando, por
ejemplo, mi abuela decía: “Hay un pesado que ha llamado cuatro veces preguntando
si aquí vive una tal Adoración”.
Los Micocheeslomás nos contaban las revoluciones de su fotingo, el
tipo de bujías, cómo funcionaba la tapa del delco y el ruido que hacía la junta
de la trócola. El más peligroso era el que, mirándonos de soslayo tal que si
fuese James Bond, nos preguntaba de repente: “¿Les gusta la velocidad?”. Más de
una vez bajamos de un coche despelujadas, con la cabellera, más que al viento,
de punta, y sonrisa de alivio, por culpa de alguno que imaginó ser Fittipaldi en
Le Mans.
Así que, al final, lo dejamos. Concluimos que no merecía la pena, para
ahorrarnos las 5,50 pesetas que creo que valía la guagua en ese entonces,
aguantar tanta majadería.
martes, 10 de mayo de 2011
Y los sueños, sueños son
Anoche, como quien regresa a Manderley, soñé que volvía a mi casa de la niñez
en la calle
del Pilar. Y que, al entrar, reía y lloraba emocionada porque esa casa, a la
que recuerdo con tanto cariño pero que estaba llena de recovecos (había hasta un
“cuarto oscuro”), se había transformado tal como yo la hubiera reconstruido
ahora.
El despacho de mi padre y la salita donde se recibía a las visitas se habían
convertido en una sola habitación, viva, para pasar allí horas leyendo o viendo
la tele, con unas grandes cristaleras hacia el patio de las flores. Y lo mismo
las demás habitaciones, que aparecían llenas de luz, dando al patio grande,
donde antaño jugábamos y que ahora, en mi sueño, tenía también un rincón para un
comedor de verano.
Supongo que todos somos “hacedores de nidos” y que esos sueños cumplen ese
deseo. En el desayuno, cuando le contaba, dibujando un plano, mi sueño a mi
marido, él me dibujó también su casa de Venezuela, cuando estuvo de emigrante
allí de los 8 a los 10 años. ¿Por qué recordamos todo con tanto detalle, él, la
veranda de fuera, las galerías abiertas, el hueco de la azotea donde se
escondía, o yo, el olor a perejil, cilantro, tomillo y salvia de la jardinera
del patio?
Los sueños son una cosa curiosa. Ana, mi
compañera de habitación de los tiempos de estudiante en Madrid, me recordó
hace poco que yo tuve una etapa de apuntarlos todos, nada más despertarme. Y es
verdad. Acababa de leerme entonces “La interpretación de los sueños” de Freud y
empecé con autopsicoanálisis a ver qué tal. No los interpretaba mucho, esa es la
verdad, pero ahora lo que siento es no haber guardado un sueñito de aquellos.
Aunque a veces son sueños horrorosos y recurrentes, cuando aparecen nuestros
miedos, como el que yo les tengo a las cucarachas o el de mi amiga Cae, que le
dijeron que los toros no pueden subir escaleras y ella sueña que la persigue un
toro, ella sube, para salvarse, una escalera y el toro sube también. Yo se lo
interpreto como que nunca te puedes fiar de lo que te dicen, o también, que hay
toros que no hacen caso a la tradición.
Es bueno, de todas formas, que el pasado vuelva en los sueños para
despertarnos por la mañana con la sensación, placentera, de haber visitado un
país perdido y lejano pero que sabemos que nos pertenece exclusivamente a
nosotros y que, a pesar de todo, está ahí.
Y lo mejor para mí es que ese espacio del sueño es el lugar donde me
reencuentro con la voz de mi madre, con la risa de mi primo, con la presencia
normal y cotidiana de mi padre, mis abuelos o mis tíos, con los amigos idos que,
por eso, no están perdidos para siempre. Como dice la canción “La compañera” de
Los Cantores de Quilla Huasi, que es una canción de pérdida pero también de
reencuentro onírico:
La magia de tu encanto alumbra mi pesar,
si florece el llanto en las sombras de mi andar,
cuando tu presencia llega, tras la ausencia,
en mis noches al soñar…
martes, 3 de mayo de 2011
Del matrimonio y otras componendas
A estas alturas yo creo que tengo más autoridad moral que el Papa para hablar del
matrimonio. Después de todo yo este año cumplo los 40 años de casada (y él, no).
Además, por mi profesión me he tenido que meter entre pecho y espalda unos
cuantos libros de Antropología, en los que el matrimonio es la institución
estrella a lo largo de los pueblos y de los siglos.
Pero no se preocupen que no les voy a hablar del matrimonio en los burundi ni
en los indios chiricahuas, si bien es verdad que la variedad de formas en las
que la gente asume ese compromiso me lleva muchas veces a preguntarme qué hace
que dos personas que no se conocen de nada, o que se conocen demasiado bien,
decidan firmar papeles para lavarse los dientes en el mismo lavabo durante toda
la vida.
Echemos un vistazo, por ejemplo, a tres casos.
Primer caso: León Tolstoi, antes de casarse, le hizo leer a su novia, Sofía,
sus diarios para que no protestara cuando viera qué tipo de pájaro se iba a
llevar al huerto. Ah, no dirás que no te avisé… Total, que se pasaron la vida
tirándose los trastos a la cabeza, escribiendo cada uno su diario e
intercambiándoselo (que ya es afición), poniéndose bonitos. A pesar de que ella
le copiara ¡7 veces! el manuscrito de “Guerra y paz” (que ya con eso se había
ganado el cielo), él quiso dejarla sin nada de herencia (a ella y a los 13 hijos
que tuvieron juntos). No la dejaron ni ir al entierro, supongo que para que no
le diera un bolsazo al féretro.
Segundo caso: Mi abuela materna se casó con su cuñado después de que su
hermana hubiera muerto. Ella era una jovencita con cintura de avispa, me
contaba, a la que le encantaba bailar la berlina en las fiestas de su pueblo. “A
mí me gustaba un chico de Barlovento -decía- pero, cuando mi cuñado me pidió
casarnos, mi madre me dijo: “Sí, hija, cásate con él para que no se vaya de la
familia”. Y allá que se casó y tuvo 4 hijos. Cuando mi madre, que era la más
pequeña, tenía pocos años, ya mi abuelo tenía una familia paralela en Venezuela
y, al morir mi abuela a los 72 años, él se casó por tercera vez con su compañera
de allá con la que también tenía hijos y nietos.
Tercer caso: Don Faustino, el padre de uno de mis amigos, que murió a los 100
años, se enamoró a los 25 de su mujer y le propuso casarse. Ella le puso una
condición. Su madre había sufrido mucho por culpa de las infidelidades del
marido y ella no quería pasar por lo mismo. Le dijo:”Yo quiero que tú seas para
mí y yo para ti”. Don Faustino le dijo: “Dame 6 meses de libertad y, cuando
pasen, seré sólo para ti”. ¡Y ella aceptó (sin ocurrírsele pedir lo mismo para
ella)! Después de 6 meses de francachela, Don Faustino volvió y, muchos años más
tarde, me decía con los ojos húmedos: “Y, desde entonces, yo fui para ella y
ella para mí”.
¿Alguna conclusión, aparte de que todas fueron al matrimonio sabiendo lo que
había? Supongo que la misma que me decía mi padre, que tuvo con mi madre un
noviazgo por carta (y en él sólo se vieron 35 días) pero luego un largo
matrimonio de 50 años, sin separarse jamás: “Ay, hija, es que el matrimonio es
una lotería…”.
Y hay quien no gana nada, hay quien rasca algo en la pedrea, hay quien tiene
algo pasable y hay quien consigue el premio gordo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html