martes, 29 de marzo de 2011

Di "mermelada"




Di “mermelada”, me decía mi primo Mingo cada vez que nos sacaban una foto.”Si dices “confitura”, sales con la boca como el culo de un pollo”. Y allá salíamos los dos en todas las fotos en las que estamos juntos, muertos de risa y con la boca de oreja a oreja por la abertura de las aes.

Me acuerdo de esos ratos, sonriendo y echándolo de menos, en estos días en los que hemos recogido la cosecha de nísperos –pequeñas cuentas de oro viejo en los árboles- y hago mermelada con ellos. Las tardes son frías todavía y me paso un rato pelándolos y despepitándolos, eso sí. Pero luego, el burbujeo en el fuego, el calorcito en la cocina mientras oigo llover fuera y, al final, el color dorado de los frascos hacen el trabajo gratificante, haciéndome formar parte de una línea ininterrumpida de personas que a lo largo de los siglos han disfrutado aprovechando los frutos de la tierra para hacer mermelada.

Peso la fruta. Pongo la mitad de azúcar y una cucharita de limón, que ya el sol del invierno les ha aportado suficiente dulzor. Mientras le doy vueltas en el fuego con la cuchara de madera, me viene a la mente mi primer viaje a Sevilla un diciembre en el que los árboles estaban llenos de naranjas y cómo me impactó ver tanta fruta. “¿Y qué hacen con ella?” “La exportan, sobre todo a Inglaterra, para hacer mermelada –me contestaron- De hecho a estas naranjitas amargas las llaman allí seville”.

Mientras hierve a fuego lento y un olor dulzón se expande por toda la casa, también recuerdo una noticia leída hace tiempo sobre un Festival de mermeladas en Escocia –tan británico él- donde se presentan a concurso más de 300. Me imagino los frascos, alineados, como joyas de ámbar brillando bajo la luz, y la deliciosa cata: un pelín dulce, muy hecha, poco hecha, en su punto.

Pongo los frascos a hervir. Pienso que todavía me quedan mermeladas del verano; de duraznos y de ciruelas, dulces manjares con los que untar tostadas o poner al lado del paté de oca o rellenar una tarta. O también regalarlas, segura como estoy de que un frasco de mermelada estaba en el cesto de Caperucita como regalo a su abuela.

Hago ahora la prueba clave: pongo una cuchara en un plato para ver la textura. No debe deslizarse sino que tiene que ser suave pero consistente. Y ya está. Les hago el vacío a los frascos que ahora lucen en mi cocina y encierran promesas de buenos desayunos y meriendas.

Una de mis autoras preferidas, Mary Stewart, tiene un libro, “Thornyhold”, sobre una mujer que, sola en el mundo, hereda una casa antigua en el campo. La parte que más me gusta de este libro releído es cuando la está limpiando, arreglándola, haciéndola suya, poniéndole los detalles que la personalizan. Y lo primero que hace después, como si este hecho fuera el símbolo de que la casa ya es un hogar, es recoger moras de un moral cercano y hacer mermelada. 

martes, 22 de marzo de 2011

¡Qué casualidad!




Hace poco leí en “El País Semanal” un artículo, titulado “Las casualidades no existen”, que defendía que no somos marionetas del azar y que a veces lo parece porque no conocemos las causas por las que hemos llegado a esa situación en la que decimos eso de ¡qué casualidad! El artículo habla de teoría del caos, del efecto mariposa, de la física cuántica y de la teoría de la sincronicidad (“todo lo que ocurre tiene un propósito”). Incluso menta el karma oriental: “todo lo que pensamos, decimos o hacemos tiene consecuencias” y “cada uno recibe lo que da”.

Todo eso puede estar muy bien, pero ¡claro que existen las casualidades!

Por ejemplo, mi madre, antes de nacer yo, siempre dijo que nunca le pondría a su hija el nombre de Dolores porque no le gustaba en absoluto, a pesar de que su suegra, a la que ella quería mucho, se llamaba así. Pues bien, yo nací un 19 de marzo, día de San José, y ese año, ¡qué casualidad!, coincidió con el viernes de Dolores, el viernes anterior a Semana Santa. Por supuesto, mi segundo nombre es Dolores (la Virgen lo quiso así). Lo curioso es que nunca más, en los 63 años que acabo de cumplir, ha coincidido el día de San José con el viernes de Dolores.

También es casualidad que mi amiga Susi haya pasado en un aeropuerto italiano por el mismo lugar por el que un tiempo antes alguien (el pobre) perdió 2 billetes de 500 euros muy dobladitos. Yo lo más que he encontrado fue un euro en la arena (y me puse tan contenta) y hace tiempo media peseta en la guagua.

¿No es también una casualidad que mi consuegra y yo, sin conocernos entonces mucho, nos hayamos comprado para la boda de nuestros hijos, ella en Madrid y yo en Tenerife y en tiendas distintas, unos zapatos exactamente iguales?

Y no me digan que no es una casualidad cotidiana que, justo cuando lavamos el coche o limpiamos los cristales de las ventanas, caiga del cielo una lluvia sucia que nos hace maldecir en arameo.

Cuando pasan esas cosas, los humanos a veces pensamos que es el azar, la casualidad, lo que nos gobierna y lo que hace que dos sucesos confluyan. Y a lo mejor, eso nos hace más libres: igual que elegimos un día ir a una excursión en la que vas a conocer al hombre o mujer de tu vida, podrías, que sé yo, haberte quedado en casa viendo en la tele “Pasapalabra” (no te comerás una rosca pero serás experto en el rosco).

Pero otras veces pensamos que no, que todo está dentro de un orden y que seguro que hay un dios juguetón por ahí trasteando, como diciendo “Te vas a enterar tú ahora”. Y lo llamamos Dios, Destino, karma, o Virgen de los Dolores, o, si se quiere, sincronicidad, que queda bonito.

Y tal vez esto sea nuestro único consuelo ante el caos. 

martes, 15 de marzo de 2011

El bueno, el feo y el malo

Yo en esta vida he leído mucho colorín o, poniéndonos más internacionales, mucho cómic. No se crean que, porque diese clase de filosofía, iba a estar todo el día que si Platón, que si Descartes, dale que te pego, no. Yo me he leído todo Astérix, todos los pitufos, todo Lucky Luke, toda Mafalda, todo Mortadelo y Filemón. Y no te digo los colorines de antaño: Carpanta, las hermanas Gilda, Zipi y Zape, el reporter Tribulete que en todas partes se mete… Para salvar el tipo decía que estaba recogiendo material para mis clases, pero, aquí entre nosotros, la verdad es que me lo estaba pasando pipa.

En muchos de esos cómics aparecen el bueno, el feo y el malo, pero no como en la excelente película de Sergio Leone, sino mezclados entre sí. Por un lado está el bueno que suele ser guapo (aunque hay algún bueno feo, como el Goliath del Capitán Trueno); y, por otro, está el malo, que siempre es feo: encontrar un malo guapo es más difícil que encontrar aparcamiento el día de Reyes en La Laguna. Y también hay malos feos, como los Dalton de Lucky Luke, que además son tontos. No hay más que verlos cuando escapan de la cárcel por cuatro agujeros del tamaño de cada uno de ellos.

A mí de todos estos malos feos hay dos, Gargamel e Iznogud, que me encantan. Para los que no sean tan intelectuales y no hayan hecho estos trabajos de investigación como yo, les pongo al corriente:



Gargamel es el malo de los pitufos. Tiene pinta un poco de Dómine Cabra, siempre de negro, y se pasa la vida intentando encontrar a los pitufos, ayudado por su estúpido gato Azrael. A todo esto, no se sabe muy bien para qué los persigue porque, cuando alguna vez los coge, siempre los pone en una jaula y ahí se quedan para dar tiempo a que el Gran Pitufo (el bueno) los libere.




Iznogud vive en el Bagdad misterioso y es el Gran Visir del bondadoso Califa Harun-el-Pusah. Iznogud sólo tiene una idea fija en su vida: ser califa en lugar del Califa. Para ello contrata a genios de la lámpara, mercaderes de encantamientos, magos o pitonisas, y, al final, siempre es él el que acaba convertido en rana, en sujetalibros, en perro, en clavo, en alfil de ajedrez o en concha-souvenir. O desaparecido en tierras remotas, islas desiertas, lagunas mágicas o mundos al revés. O como una cabra, saludando con un “¿señor?” ausente a todos los que pasan por las calles de Bagdad. Por algo Dilá Lará, su fiel sirviente, cada vez que Iznogud empieza a maquinar una nueva maldad, le dice: “Dejadlo correr, jefe”.

¿Por qué me gustarán más los malos que los buenos? Incluso yo, que tengo un natural bueno, he ejercido de mala alguna alguna vez: me acuerdo de pelear a mi hija de pequeña, yo toda enfadada con los pelos como una ménade, y de verla a ella (tendría unos 4 añitos) mirándome fijamente y diciéndome: “Te pareces a la madrastra de Blancanieves”.

También creo que en los malos reconocemos a muchos que han pasado por nuestra vida: hay Gargameles por ahí, personas con un objetivo absurdo en la vida y que no disfrutan de nada; y hay Iznogudes que quieren ser califas en lugar del Califa: profesores que quieren ser director en lugar del Director, opositores políticos que quieren ser presidentes en lugar del Presidente, canchanchanes que quieren ser jefes en lugar del Jefe.

Nietzsche (sí, sí, a él también lo leí) decía que la bondad es lo propio de los esclavos. El bueno, el bonachón, es considerado un poco tonto, el no peligroso. Y es verdad que la bondad no es un valor de moda. Pero a lo mejor, lo que nos pasa es que, a pesar de las modas, nos consideramos buenas personas y nos alegra infinitamente que Gargamel, Iznogud y los Dalton nunca se salgan con la suya y que el mal no triunfe.

Al revés, desgraciadamente, de lo que muchas veces pasa en el mundo real. No hay, para comprobarlo, más que abrir la televisión y ver las noticias.  

martes, 8 de marzo de 2011

Mañanas de carnaval




Una de mis amigas siempre dice que el mejor día del año para ir de excursión al Teide es el martes de carnaval. En esta época del año suele haber mañanas claras y, mientras te alejas de la ciudad y vas dejando atrás zíngaros, osos y payasos trasnochados que vuelven a casa a esas horas, tú te pierdes en la tranquilidad de los espacios verdes y en el círculo inmenso de Las Cañadas.

A mi hijo, carnavalero de toda la vida, la idea de mi amiga le parecería casi una herejía. Él y sus compinches salen religiosamente hasta las tantas cada lunes de carnaval, así diluvie, y ese día estrenan disfraz que, este año, ha sido de "Loco Mía", aquel grupo de los 80, con abanicos gigantes, hombreras, trajes brillantes y toda la parafernalia. Bueno, también sale el viernes de la cabalgata, el sábado y la piñata completa, y ya se está apuntando la semana siguiente al Carnaval de Los Gigantes. Nada que ver con respirar aire puro y perderse en la naturaleza ¿A quién habrá salido?

Sí, sí, ya sé que para mí lo de salir en carnavales se convirtió en una tradición, desde aquella vez a los 14 años en que me vestí de trapejo y un antifaz con mis amigas del colegio, Úrsula y Dulce, para ir a darles la lata a los chicos que nos gustaban. Y sé que, incluso embarazada de 5 meses fui, vestida con un babi de guardería, trenzas y chapetas rojas en la cara, a un baile de carnaval al Puerto de la Cruz. Y también que, durante muchos años, celebramos un parrandero carnaval cenando, cantando, disfrazándonos y pintándonos en casa de mis amigos Manolo y Mila en Santa Cruz, para salir, ya entonaditos, a las 2 de la madrugada, al torbellino de la calle del Castillo, llena de indios y vaqueros, novias bigotudas, bailarinas de ballet con botas militares, o, incluso, monstruos invasores, como dice Daniel Duque en su divertido cuento "Los lunes no se invade": "De aquella noche guardo un recuerdo confuso, de espejo ahumado; y una escama que ningún biólogo ha sabido clasificar".

Pero ya que no cambiamos a la vida, la vida nos va cambiando a nosotros, como dice Mafalda, y ya hace varios años que la idea de mi amiga me parece mucho más apetecible. Incluso, ir más allá, perdernos por esos mundos en otras mañanas de carnaval que nos regalan, por ejemplo, el vuelo majestuoso de los buitres leonados junto a las Hoces del río Duratón; o ver los techos de la Capilla Sixtina en Roma, sin colas y sentados; o pasear por las calles de Alcalá de Henares o por los jardines de Aranjuez; o disfrutar de la luz de las marismas de Doñana. O, simplemente, escuchar y contemplar el mar del sur.

Y es que hay mañanas de carnaval y mañanas de carnaval, y estas son mañanas sin sueño ni resacas, más serenas, más acordes con la cadencia armoniosa de aquella otra  "Mañana de carnaval", de Luiz Bonfá y Antonio Carlos Jobim, en la película "Orfeo negro", que no me resisto a ponerles en la voz de Gloria Lasso:

Azul, la mañana es azul.
El sol, si lo llamo, vendrá.
Se detendrá en mi voz
y hasta la eternidad
en su camino irá
hacia otro azul...


Más cuento que Calleja




Calleja fue un editor y autor de cuentos infantiles que muchos leímos de pequeños y que terminaban casi siempre con la frase “y fueron felices y comieron perdices y a mi no me dieron porque no quisieron”.

Mi padre tenía los cuentos de Calleja y yo los rescaté de las manos de mis hijos en las que los dejó un abuelo complaciente. Ahora tengo 107 cuentos, bastante menos de la colección original, y ahora soy yo la abuela complaciente (pero con vigilancia) que se los deja a los nietos, a los que les hace gracia su tamaño –“¡Mira, Aba, caben en la palma de mi mano!”- y los dibujos de otra época.

“Tiene más cuento que Calleja” decíamos siempre de todo aquel que inventaba historias, como aquel alumno que me contó, con cara compungida, para justificar que no había estudiado para un examen de septiembre, que a su hermano se lo había llevado una ola. O la alumna, mayor que el resto, que en el antiguo 6º de Bachillerato, siempre sonriente al fondo de la clase, contaba batallitas de cursos anteriores y luego nos enteramos de que no había pasado de 2º.

Pero a mí me gustaría reivindicar a Calleja y que esa frase fuera sobre todo admirativa y no despectiva. Después de todo, Scherezade en “Las Mil y una noches” tenía más cuento que Calleja, y también lo tenía el padre de mi amigo Miguel Ángel que, con 100 años, hilvanaba una historia con otra de su juventud en La Palma; o mi amigo Daniel, cuando habla de personajes y hechos del Barrio del Toscal; o un primo de mi padre, cuando me cuenta cosas de mi abuelo, que sabe que me encantan.
El saber contar historias es un don y a veces poco importa que sean ciertas o no. Un público entregado –y yo lo soy- aprecia siempre un buen relato y sabe que los cuentistas aportan belleza a la vida.

Por ejemplo, un tío abuelo mío emigró muy joven a Cuba. Allí se enamoró de una mujer casada y el marido lo mató. Hasta aquí el hecho, más bien sórdido. Pero si después te dicen, como me contaba mi tía abuela Nieves, su hermana, que fue en un duelo con todas las de la ley; que él, joven e inexperto, murió y que en su tumba todos los aniversarios de su muerte aparece un misterioso ramito de violetas blancas que nadie sabe quién pone, la historia se embellece y hace soñar.

Igual que han hecho, desde que el mundo es mundo, los primeros que, al lado de un fuego en una caverna, contaban sus cacerías o explicaban el origen del mundo; o los narradores de mitos árabes en los zocos; o los transmisores negros que explicaban la historia oral de su tribu; o los poetas de la Grecia clásica en el ágora; o los juglares medievales cantando leyendas de castillo en castillo; o los escritores actuales en sus libros… Todos han contado y desgranado historias trágicas, cómicas, maravillosas. Y todos han hecho más hermosa y ancha la vida de las personas.

A muchos, incluso a los que escribimos un modesto blog, realmente nos gustaría tener más cuento que Calleja. 

martes, 1 de marzo de 2011

¿Dónde estabas entonces?




Hace 30 años, el 23 de febrero, yo tenía 32 años y era Jefa de Estudios del Instituto Andrés Bello en Santa Cruz. Vivíamos allí, en la Cruz del Señor, y estábamos haciéndonos la casa en el campo (nos mudaríamos en agosto). Mi marido había ido a ver las obras y yo estaba en casa con Ana y Dani, mis hijos de 8 y 5 años, a los que acababa de recoger del colegio esa tarde. Entonces me llamaron por teléfono, primero mi padre y luego una amiga, para hablarme de golpe de estado y de tiros en el Congreso. Al primero que llamé fue a mi amigo Manolo, que entonces era mi Director y militaba en el Partido Socialista. Y, luego, fue una tarde y noche de teléfonos, tele y radio, al principio con música clásica solamente, hasta que después, poco a poco, empezaron a llegar noticias y, al final, el discurso del Rey.

A los jóvenes de hoy se les hace difícil entender lo que sentimos en esos momentos. Muchos de nosotros habíamos sido educados en el miedo. Había cosas de las que no se podía hablar. Todavía me acuerdo de un vecino de mi edad que, cuando teníamos 15 años, fue a Francia y, a la vuelta, me arrastró a un rincón y en absoluto secreto me dijo: “¿Sabes qué? En Francia dicen que España es una dictadura”. Los adultos habían vivido la guerra (mi padre había hecho hasta un diario), pero no querían hablar de ella. Fuimos descubriendo cosas poco a poco, sin Internet y con la prensa y la radio censuradas; y fuimos también sacudiéndonos el miedo e indignándonos cuando, por ejemplo, a un compañero mío de la Facultad se lo llevaron preso porque le vieron una hoz y un martillo dibujados en una caja de fósforos, o cuando oíamos el teléfono del Colegio Mayor intervenido, o comprobábamos que nos abrían las cartas.

Y entonces, la libertad. Podíamos leer periódicos de diversas tendencias y todo el mundo podía expresar públicamente sus ideas, aunque fueran diferentes, sin que por ello se cerraran medios o fueras a la cárcel. Y ¡se podía votar! Yo fui presidenta de una Mesa electoral en las primeras elecciones democráticas. Fue emocionante, no me pude sentar en todo el día: miles de personas deseosas de votar, muchas, yo entre ellas, haciéndolo por primera vez, viejitos y viejitas contándote su vida, algunos con lágrimas en los ojos sin acabárselo de creer del todo…

Pero todo ese futuro que estábamos construyendo, todo ese esfuerzo de generosidad y tolerancia que los políticos de la Transición habían hecho, podía irse al garete ese 23 de febrero. Y el miedo volvió a aparecer ese día y al siguiente.

El 24 de febrero todos fuimos a trabajar, aunque no aparecieron muchos alumnos. Pusimos un transistor y una tele en la Sala de profesores, vimos el vídeo de la vergüenza y, cuando oímos que los rehenes salían del Congreso y que aquellos a los que habíamos elegido y que habían sido llevados a una habitación aparte como a quien lo llevan al paredón, estaban sanos y salvos, entonces todos los que estábamos allí nos miramos, sonreímos y respiramos.

Y tú ¿dónde estabas entonces? 
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