Yo tuve un compañero de matemáticas que intentaba boicotearme mis clases. “¡A
estudiar matemáticas!”- vociferaba mientras entraba en clase como elefante en
cristalería, conmigo todavía dentro- “¡Dejen eso, que la filosofía no sirve para
nada!”.
Aunque tanto mis alumnos como yo nos tomábamos sus exabruptos con humor e
incluso ellos muchas veces hacían una encendida defensa de la filosofía, no pude
por menos que acordarme de él al ver una noticia este pasado diciembre en la que
se dice que se ha superado un problema matemático de hace casi 80 años, y al
final dice: “El problema no tiene aplicaciones inmediatas”.
¡80 años! ¡80 años estrujándose los sesos un montón de matemáticos pensando
en cuál es el tamaño máximo de un conjunto de Sidon si se permite que cada suma
se repita hasta dos veces! Que no me dirán ustedes que no es un problema claro y
transparente, que sirve además para un montón de cosas, no como la filosofía,
que habla de la libertad, y de los valores morales, y de la felicidad, y del
sentido de la vida y demás machangadas.
Y, sin embargo, y a pesar de mi compañero (al que creo que, en el fondo, también le gustaba la filosofía), me encantan las matemáticas. Hay
en ellas algo seguro, permanente, confiable (si nos olvidamos de la teoría del
caos y de las paradojas). También es verdad que tuve un maestro excepcional, mi
padre, al que me parece ver todavía con un lápiz muy afilado dibujando ante mí
números y figuras con una letra preciosa de las de antes y explicándome con
paciencia de santo los problemas de clase. Él me enseñó la magia y la belleza de
los números. La misma que ya había descubierto hace 27 siglos el viejo Pitágoras
cuando, pensando que no hay figura más perfecta que la esfera ni mejor número
que el 10 (porque, después de todo, decía, es la suma de 1 + 2 + 3 + 4), imaginó
el universo como un conjunto de 10 esferas más puras que el cristal que giraban
produciendo una música maravillosa que, torpes e insensibles, nuestros oídos no
saben escuchar. Sí, ya sé que es una teoría más falsa que Judas pero no me dirán
que no es bella. Y, por lo menos, supo ver lo que Galileo dirá 20 siglos
después, que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático.
Por eso, si la miramos con detenimiento, aparecen a nuestros ojos el círculo
de la luna llena en las noches claras, las azucenas y amarilis estrellados, las
líneas paralelas de los sembrados, las espirales en las conchas que recogemos en
la playa, la figura cónica de los abetos y los volcanes, la simetría de los
cuerpos, la armonía en los sonidos.
Y también te
encuentras a cada paso con los números, con todo lo que tienen de juego, pero
también de misterio y sorpresa. Te puedes topar, por ejemplo, con ellos en un
tunel de metro en Viena, en cuyas paredes, forradas de espejos, se muestran los
números de nuestro mundo. Allí están los tropecientos números del número pi
(nada de sólo 3,1416, como nos enseñaron), pero también las cervezas y los
escalopes que se están tomando ese día en Austria. O los habitantes que en cada
segundo tiene la Tierra, nacimientos y muertes que cambian vertiginosamente al
ritmo de la vida.
Un libro que leí, “Suma y sigue”, de la escritora australiana Toni Jordan,
termina diciendo: “La vida no es estar de pie sobre una montaña contemplando
la puesta de sol. La vida no es ese día en que te ves frente al altar o ese otro
en el que nace tu hijo o aquel en el que estabas nadando en aguas profundas y te
pasó un delfín al lado. Eso son fragmentos. Diez o doce granos de arena
esparcidos por toda tu existencia. No son la vida. La vida es cepillarte los
dientes, hacerte un sándwich, ver las noticias o esperar el autobús. O caminar.
Cada día suceden miles de episodios diminutos y, si no estás observando, si
no los registras y no haces que cuenten, podrías perdértelos. Podrías perder
la vida entera.”
Al final va a resultar que la vida, esa cuestión tan filosófica, consiste
también en matemáticas. O, dicho de otra manera, en sumar llevando.
(Este post va dedicado a mi compañero de trabajo Juan Miguel, profe de Matemáticas de quien sospecho que, en el fondo, ama la filosofía. En la imagen el túnel de metro de Viena con los tropecientos mil números del nº pi)
(Este post va dedicado a mi compañero de trabajo Juan Miguel, profe de Matemáticas de quien sospecho que, en el fondo, ama la filosofía. En la imagen el túnel de metro de Viena con los tropecientos mil números del nº pi)