Hace tiempo, en mis paseos por La Laguna me encontré con Adrián Alemán.
Profesor de historia, aparejador, periodista y escritor, él y yo habíamos hecho
buenas migas un tiempo en el que fuimos compañeros en el Instituto. Cuando se
jubiló, lo solía ver paseando por la calle y siempre fue un placer pararme a
hablar un ratito con él. Esa vez me comentó, entusiasmado, que estaba preparando
un libro sobre La Laguna percibida con los cinco sentidos. Es una idea preciosa,
le dije, y le aseguré que iba a ser de las primeras en leerlo.
Hoy el libro, “La ciudad de los sentidos”, ya está en la calle aunque Adrián
no esté. Y, como le había prometido, lo he leído disfrutando, como se hace
cuando se comparte un amor por la misma ciudad. Cuando llegamos a un sitio
extraño, sabiendo que cada lugar tiene su aire propio, queremos hacer justamente
eso, captarlo enteramente, respirarlo, vivirlo… Pero rara vez se hace lo mismo
con lo más cercano, con lo muy conocido. Y esto es lo que ha hecho Adrián, y lo
ha hecho como un acto de amor, de despedida entrañable de todo lo que siempre
quiso.
Compré su libro en El Águila y lo empecé a leer sentada en un banco enfrente
de La Concepción, al tibio sol de la mañana lagunera. Y, mientras lo leía, pensé
que Adrián ha hecho algo más que ver, oler, oír, tocar, gustar. Nos está también
invitando a nosotros a hacerlo, nos está diciendo: “No pases rápido, fíjate,
mira, huele, escucha…”
Y lo hago. Oigo las conversaciones amortiguadas de los que pasan, las
campanas de La Concepción cada cuarto de hora, el ruido lejano de los coches
desde estas calles peatonales. Y luego, el sonido del viento en la Plaza del
Cristo, los patos en el estanque de la Catedral, el eco de los fuegos de
septiembre.
Huelo el naranjo del patio del Instituto y el jazmín de la calle Anchieta, el
olor limpio del centro de una ciudad sin circulación. Pero también la tierra
mojada del huerto de la casa de mis abuelos y el aroma cálido de la Molina de
gofio en la calle de San Juan.
Mi gusto lagunero –esta ciudad de tascas, bares, cafés y restaurantes- viene
del recuerdo de los churros con chocolate en “El buen paladar” a la caída de una
tarde fría; de la ensaladilla alemana del Bar Carrera en un aperitivo tomado
alguna vez que salía temprano del trabajo; del sabor de la tarta de manzana de
La Princesa o de las pastitas de té de la Dulcería Olivera.
El sentido del tacto está en el frío en la Avenida de la Trinidad o en la
calle del Remojo. O en la lluvia en la cara al salir de la Universidad. O
cuando, de chica, ponía los pies descalzos en el suelo helado al levantarme en
mañanas brumosas. Pero también en la brisa suave y en la primavera metiéndosete
en la piel en un paseo por el Camino Largo.
La Laguna que yo veo trae nubes que bajan amenazando lluvia y mañanas
radiantes de verano. Son sus casas antiguas remozadas y sus colores revividos y
son las casas viejas de anchos muros con verodes en los tejados. Es la Plaza del
Adelantado donde jugué de niña, es la Recova vieja y su entrada de flores, es el
Camino de las Peras donde medio aprendí a montar en bicicleta.
Pero es, sobre todo, el ritmo pausado de las gentes por las calles. Miro
desde mi banco y veo a los que toman algo en la terraza del Melita, a los que
caminan sin apresurarse, a los que se paran un momento a saludarse.
Incluso, si me fijo bien, veo a Adrián, caminando como solía hacerlo, con la
parsimonia y la elegancia de un caballero, mirando alrededor y hacia lo alto y
sonriendo.
(En la imagen, páginas del libro de Adrián Alemán, "La ciudad de los sentidos")
(En la imagen, páginas del libro de Adrián Alemán, "La ciudad de los sentidos")