martes, 25 de enero de 2011

La Laguna de Adrián




Hace tiempo, en mis paseos por La Laguna me encontré con Adrián Alemán. Profesor de historia, aparejador, periodista y escritor, él y yo habíamos hecho buenas migas un tiempo en el que fuimos compañeros en el Instituto. Cuando se jubiló, lo solía ver paseando por la calle y siempre fue un placer pararme a hablar un ratito con él. Esa vez me comentó, entusiasmado, que estaba preparando un libro sobre La Laguna percibida con los cinco sentidos. Es una idea preciosa, le dije, y le aseguré que iba a ser de las primeras en leerlo.

Hoy el libro, “La ciudad de los sentidos”, ya está en la calle aunque Adrián no esté. Y, como le había prometido, lo he leído disfrutando, como se hace cuando se comparte un amor por la misma ciudad. Cuando llegamos a un sitio extraño, sabiendo que cada lugar tiene su aire propio, queremos hacer justamente eso, captarlo enteramente, respirarlo, vivirlo… Pero rara vez se hace lo mismo con lo más cercano, con lo muy conocido. Y esto es lo que ha hecho Adrián, y lo ha hecho como un acto de amor, de despedida entrañable de todo lo que siempre quiso.

Compré su libro en El Águila y lo empecé a leer sentada en un banco enfrente de La Concepción, al tibio sol de la mañana lagunera. Y, mientras lo leía, pensé que Adrián ha hecho algo más que ver, oler, oír, tocar, gustar. Nos está también invitando a nosotros a hacerlo, nos está diciendo: “No pases rápido, fíjate, mira, huele, escucha…”

Y lo hago. Oigo las conversaciones amortiguadas de los que pasan, las campanas de La Concepción cada cuarto de hora, el ruido lejano de los coches desde estas calles peatonales. Y luego, el sonido del viento en la Plaza del Cristo, los patos en el estanque de la Catedral, el eco de los fuegos de septiembre.

Huelo el naranjo del patio del Instituto y el jazmín de la calle Anchieta, el olor limpio del centro de una ciudad sin circulación. Pero también la tierra mojada del huerto de la casa de mis abuelos y el aroma cálido de la Molina de gofio en la calle de San Juan.

Mi gusto lagunero –esta ciudad de tascas, bares, cafés y restaurantes- viene del recuerdo de los churros con chocolate en “El buen paladar” a la caída de una tarde fría; de la ensaladilla alemana del Bar Carrera en un aperitivo tomado alguna vez que salía temprano del trabajo; del sabor de la tarta de manzana de La Princesa o de las pastitas de té de la Dulcería Olivera.

El sentido del tacto está en el frío en la Avenida de la Trinidad o en la calle del Remojo. O en la lluvia en la cara al salir de la Universidad. O cuando, de chica, ponía los pies descalzos en el suelo helado al levantarme en mañanas brumosas. Pero también en la brisa suave y en la primavera metiéndosete en la piel en un paseo por el Camino Largo.

La Laguna que yo veo trae nubes que bajan amenazando lluvia y mañanas radiantes de verano. Son sus casas antiguas remozadas y sus colores revividos y son las casas viejas de anchos muros con verodes en los tejados. Es la Plaza del Adelantado donde jugué de niña, es la Recova vieja y su entrada de flores, es el Camino de las Peras donde medio aprendí a montar en bicicleta.

Pero es, sobre todo, el ritmo pausado de las gentes por las calles. Miro desde mi banco y veo a los que toman algo en la terraza del Melita, a los que caminan sin apresurarse, a los que se paran un momento a saludarse.

Incluso, si me fijo bien, veo a Adrián, caminando como solía hacerlo, con la parsimonia y la elegancia de un caballero, mirando alrededor y hacia lo alto y sonriendo.

(En la imagen, páginas del libro de Adrián Alemán, "La ciudad de los sentidos")

martes, 18 de enero de 2011

Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro




Este parece ser el plan de vida que una tiene que seguir para pasar a la posteridad. Y más o menos desde que somos talluditos todos nos ponemos a ello con entusiasmo.

Tener un hijo está muy bien. Como dijo una vez mi hija, hablando de los suyos, nada te prepara para esta explosión de amor. En un libro que leí hace poco (“Entre limones” de Chris Stewart) relata muy bien ese encuentro explosivo entre un padre primerizo y su hijita recién nacida:

Miré al bebé durmiente. No podía ser posible amar una cosa así… ¿o quizás era posible? Algo estaba sucediendo (…). Me puse a temblar mientras observaba a la pequeña criatura. Me quedé paralizado, esclavizado. Todas las hormonas y jugos que hasta ahora no habían aparecido ni hecho lo que les correspondía me envolvieron en una oleada de cariño. Me dejé caer de golpe en la cama, fláccido y sin habla, e intenté contarle a Ana lo que me estaba sucediendo. Las palabras no me salían de la boca.
- Lo sé –me dijo sonriendo-. Me acaba de pasar a mí también.”

Y la cosa es así, un amor incondicional, inexplicable, que nadie debería perderse adrede y que te envuelve y acompaña toda la vida. Y en “toda la vida” se incluye también el embarazo, el parto, el posparto en que no duermes ni vives, las angustias cuando se enferman o se caen o suspenden o tienen desengaños, el paso por la adolescencia, ese horror, los desvelos cuando llegan tarde, los novios y novias indeseables, el colegio, la universidad, la boda, el divorcio, la eterna preocupación por si les pasa algo… Pensándolo bien, tener nietos es mejor.

Plantar un árbol está un poco más difícil si una vive en un piso sin patio ni balcón. Pero teniendo un huerto hay más posibilidades, por ejemplo, de plantar un limonero Cuatro Estaciones, que nada más pensarlo ya te ves haciendo mojitos, sorbetes y limonadas frescas. Pero cuando te pones, te das cuenta de lo que cuesta hacer un hoyo. La tierra está dura como la cara de algunos y sudas, sudas, sudas para que luego venga tu marido y te diga que ese agujero no sirve ni para plantar un ajo. Ahora me explico que Jack el Destripador dejara a sus víctimas tiradas por ahí: “Para hoyitos estoy yo ahora…”, diría. Y digo yo: ¿no podríamos pasar a la posteridad plantando un geranio en una maceta?

Escribir un libro, según Vargas Llosa en su reciente discurso del Nobel es “crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero”. Parece estar chupado ¿no? Después de todo, para ello basta con sentarte una tarde tranquila, coger un bolígrafo de punta fina como me gustan a mí y unas cuartillas, tener atmósfera de silencio, imaginación, memoria… Y va y te sale la lista de la compra que, la verdad, como literatura no es para que te den a ti el Nobel.

Hay algo en todos los programas y planes y en eso de tener la vida muy organizada que parece dar repelús. Puede pasar, por ejemplo, que un tal Belisario Fernández haya tenido 28 hijos, plantado un bosque de pinos madereros y escrito “La marquesa Rosalinda y su sino desgraciado”. ¿Y qué? ¿Alguien lo conoce hoy? ¿Pasó a la posteridad?

No, porque a la posteridad, posteridad, sólo pasan los genios ¡Y con suerte!

Pero bueno ¿quién quiere pasar a la posteridad, “ese futuro que no nos pertenece”, como dice Elvira Lindo? Con lo contentos que estamos todos viviendo el día a día, sin planes preconcebidos ni agobios, en esta bendita actualidad…  

martes, 11 de enero de 2011

Romanticadas




Yo creo que todos nacemos con el gen del romanticismo, ese gen que te hace mirar la vida a través de un cristal rosa y te lleva a ser poeta, mal que les pese a los demás. Lo que pasa es que luego la vida y sus embates nos lo va diluyendo.

Cuando yo era pequeña, se notaba mucho. No había reunión que se preciara en que no hubiera un niño poeta. Se colocaba delante de todos, serio, reconcentrado y colorado, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo, y ponía las manos atrás al principio para luego moverlas con gracioso gesto al compás de los versos. Todavía veo a uno de esos niños poetas de las fiestas infantiles de mi infancia, paseando por La Laguna. Es un señor jubilado con una barba blanca venerable pero, cada vez que lo veo, se me aparece con 10 años, recitándonos a todos: “ Las moscas. Poesía. A un panal de rica miel, dos mil moscas acudieron…”.

Hoy la cosa no es tan notoria. Pero tengo en el corcho de mi mesa de trabajo un corazón que mi nieta me regaló a los 5 años y que dice: ”Reina azul que vive entre las rosas”. Bueno, ella puso “Rrey na azul que vive én tré lás rosas”, pero da igual, no cabe duda de que es el gen del romanticismo en todo su esplendor. Los niños nos llenan, igual que hicimos nosotros con nuestros padres, de postalitas con corazones, poemas, mariposas, flores y pajaritos, tal como si fuera aquello de “la primavera ha venido, no sé como ha sido”.

Después, en el Instituto, todo cambia drásticamente. Hay algunos que leen poesía, sí, pero son minoría. Todavía queda alguna profesora joven y entusiasta que se atreve a hacer de vez en cuando con sus alumnos una velada poética. Y le puede pasar como a una que conozco que, cuando se levantó un alumno a recitar “El ciprés de Silos” de Gerardo Diego, empezó de esta guisa:
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acojonas el cielo con tu lanza…
Con las risas no se oía el “acongojas” que ella le musitaba desesperada. No ha vuelto a organizar ninguna más. No hay poesía que resista eso.

A pesar de todo, pienso que cualquier época es buena para el romanticismo y la de la jubilación no tiene por qué ser menos. Incluso tengo una amiga, casi jubilada, que cuando oye el agua de la cisterna dice que es como tener en casa los jardines de la Alhambra, que no me dirán que no es una mirada romántica sobre la prosaica realidad.

Yo, a veces, en mi aniversario de boda le digo a mi marido: “Y las flores, ¿qué?”. Y , cuando él va, raudo y romántico, a coger una maceta del patio y me la presenta, le digo: “Y la poesía, ¿qué?”. Y también va y me escribe alguna sobre la marcha, algo original y de propia inspiración, como “poesía eres tú” y esas cosas. O te dice algo tan romántico como “Sin "ti", el "tiempo" es "empo”"

Y es que, sí, el gen del romanticismo está vivo entre nosotros. Pero apaleado, zaherido y acobardado por el materialismo imperante. Y así no se puede. 

martes, 4 de enero de 2011

Queridos Reyes Magos



La otra noche, en la cena con los amigos, hablamos de los regalos de Reyes. Mi amigo Manolo se lamentaba de que sus nietos ya no saben qué pedir. Yo, por el contrario, decía que los míos lo piden todo, aunque se lo tenemos restringido a 3 juguetes y 2 cuentos. Y luego la conversación derivó a nuestra infancia, cuando nos regalaban un solo juguete y nos quedábamos emocionados con él. ¡Ah, mi triciclo rojo! ¡ Y, otra vez, mi muñeca vestida de bailarina de ballet, con sus zarcillitos y todo!

Alguien dijo después que a su padre, de chico, le regalaban solamente una naranja. Y a mi madre, recordé yo. Y a mi abuela en Fuerteventura, dijo Lolina ¿De dónde habrá venido esa costumbre? Melchor, que es una persona muy curiosa, aventuró que tal vez del “Romance de la huida a Egipto”, que, nada más empezar a decirlo, todos recordábamos de nuestra Enciclopedia infantil:

Camina la Virgen pura
de Egipto para Belén
y a la mitad del camino
el Niño tenía sed.
(…) Allá arriba en aquel alto
hay un lindo naranjel
y el hombre que lo cuida
es un ciego que no ve.
- Ciego, dame una naranja
para el niño, que trae sed.
- Coja usted las que usted quiera
las que sea menester.
El Niño, como era niño,
no dejaba de coger.
Las que cogía la Virgen
volvían a florecer.
Apenas se va la Virgen
el ciego comienza a ver.
- ¿Quién ha sido esa señora
que me ha hecho tanto bien?
- Ha sido la Virgen pura
que va de Egipto a Belén.

Probablemente al niño Jesús le gustaría más, en una huida por tierras áridas, una jugosa y fresca naranja que el oro, incienso y mirra de los Reyes Magos, que a ver qué hacía con ellos. Y, en recuerdo de la leyenda, se regalaría esa naranja en noches de Reyes lejanas.

Aunque nos gustó lo poético del asunto, creo que todos nos quedamos pensando en que miraríamos mal a los Reyes Magos, esos roñosos, si en nuestro zapato sólo encontráramos una naranja. Pero yo también me quedé con la sensación de haber perdido algo. Tal vez, la capacidad de maravillarnos con lo más sencillo. O de conformarnos con lo que la vida nos da.

Es lo mismo que cuando todos decimos que lo que queremos es salud, cuando la damos por supuesta, los días que, como dice Alice Munro, “no tienen duras aristas ni zumba la sensación de destino en las venas”. Pero no nos gustaría levantarnos temprano el 6 de enero y no ver nada y que te digan:”Tienes salud, ¿Qué más quieres?”.

Así que el Día de Reyes, además, espero ver regalos en el suelo del salón, en el rincón que siempre sus Majestades me han reservado a mí, al lado de mi zapato (no uno nuevo ni uno demasiado viejo), con golosinas y globos alrededor.

Pero, a lo mejor, este año, hay también una naranja. 
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