Esta semana he estado en Madrid para asistir a la investidura como académica de Ana Crespo, mi amiga y compañera de habitación del colegio mayor en mis años de estudiante. En aquel salón de la Academia de Ciencias, presidido por un enorme retrato de la Reina Isabel II (que no sé qué pintaba allí) y arropada por un montón de señores vestidos de chaqué, me pareció fresco y joven el discurso de Ana que tituló "El discurrir de una Ciencia amable y la vigencia de sus objetivos: de Linneo al código de barras de ADN se pasa por Darwin". En él habló de sus amados líquenes pero también de sus bisabuelos, Pedro J. de las Casas y Rita Pérez, que alfabetizaron a media isla de La Palma y guardaban entre los documentos de su Biblioteca una copia manuscrita de "La boda de las plantas", una oda a Linneo de nuestro Viera y Clavijo, que empieza así:
"Los Desposorios de la amable Flora
cantar en un vergel es mi deseo;
templa su voz mi lira y suave implora
para el epitalamio no a Himeneo
sino al que la Botánica ya adora
por numen fiel, al inmortal Linneo,
al primero que vio en las plantas todas
los sexos, los amores y las bodas..."
Y esta fue la entrada que yo escribí hace 2 años, cuando la nombraron académica, y que suscribo hoy como entonces.
Eso de tener una habitación propia que pedía Virginia Woolf no va mucho
conmigo. Soy capaz de abstraerme leyendo o escribiendo en un cuarto lleno de
gente. Y, para dormir, desde siempre lo he hecho cómodamente acompañada: en casa
de mis padres, con mi hermana; y en mis años de Madrid, en el Colegio Mayor, con
Ana, mi compañera de habitación, por quien le puse el nombre a mi hija.
Tener una compañera de habitación que conecte contigo es una suerte y un
privilegio. Ana estuvo ahí en el día a día, pero también cuando me llamaron por
teléfono para decirme que mi abuela había muerto o la mañana en la que hubo un
terremoto en Madrid y me despertó de un sueño inquieto en que me mecían en una
cuna, para salir corriendo al pasillo. Pero también estuvo en las partidas de
cartas entre examen y examen, en las lecturas comentadas, en una conversación
que tuvimos con Buero Vallejo después de ver “El tragaluz”… Estuvo en las buenas
y en las malas, como hacen las amigas de verdad.
De ella ya he hablado en este blog, cuando les conté en “
El
gen coleccionista” que me había traído de China 10 marcadores de libros
preciosos, o cuando hablé de
mi
momento estelar, que también fue el de ella. Pero momentos hubo muchos. Con
Ana y José Ramón, su entonces novio y hoy su marido, descubrí Madrid: los paseos
a Rosales a tomarnos un helado después de una tarde estudiando, las visitas al
Museo del Prado a sentarnos delante de “El jardín de las delicias” de El Bosco,
las mañanas de domingo en la Cuesta de Moyano rebuscando entre libros… Mis
mejores recuerdos de aquellos años los incluyen a los dos, compartiendo música y
risas y hablando, hablando, hablando de todo lo que en ese momento teníamos o
pensábamos tener.
Gracias al 600 de José Ramón (¡bendito 600!) nos íbamos a merendar a Chinchón
o a Aranjuez y, sobre todo, nos íbamos a la montaña a hacer caminatas, alguna
vez incluso durmiendo en una cabaña de pastores al lado de las fuentes del
Lozoya.
En todas ellas, Ana, que ya se estaba aficionando a la Botánica, recogía
líquenes y nos los hacía recoger a los demás. Si caminas por la montaña con una
forofa de los líquenes, de repente empiezas a descubrir que toda la naturaleza
está tapizada de ellos. A los árboles y a las rocas sus colores –verde agua,
tejas, cobrizos, dorados- los embellecen y sabes que, aunque hasta ese momento
eran invisibles, a partir de entonces ya no dejarás de verlos nunca más. Y,
mientras los recogíamos, Ana los iba nombrando –parmelia perlata, umbilicaria
postulata…-, bellos nombres latinos que todavía recuerdo.
Las dos nacimos en marzo del 48, yo unos días antes que ella. Las dos somos
de Tenerife y empezamos la carrera en la Universidad de La Laguna y terminamos
en la Complutense al mismo tiempo. Las dos tuvimos vivencias comunes en aquellos
años convulsos desde el 67 al 70: las asambleas, las manifestaciones, los grises
a caballo, la censura, el estado de excepción, la primera conciencia política.
Pero después la vida nos llevó por caminos diferentes. Ella continuó en
Madrid –allí están su casa y su trabajo- y yo me vine para Tenerife. Nos vemos
muy de vez en cuando pero, aunque pase tiempo, cuando la veo, a ella y a José
Ramón, siento la comodidad que sólo se tiene con la gente cercana, aquella con
la que no sólo has compartido una parte de tu vida, sino con la que también has
soñado el resto. Sé que puedo contar con ella y ella sabe que puede contar
conmigo.
Y ahora yo me he jubilado y ella no creo que lo haga en mucho tiempo. Ana es
Ana Crespo de las Casas, Catedrática de Botánica de la Complutense, un hacha en
su especialidad, reconocida en todo el mundo. Y sé que seguirá, cuidadosa,
paciente, inteligente y curiosa, como toda buena investigadora, enseñando a
nuevas generaciones a observar la naturaleza y que los líquenes están ahí.
Hace muy poco la han nombrado Académica de la Real Academia de Ciencias
Físicas, Exactas y Naturales, la primera canaria que ingresa en ella y una de
las tres mujeres que lo han hecho en toda su historia. Y yo no puedo evitar
sentir una enorme alegría y también el orgullo de haber compartido ronquidos con
ella hace ya 40 y pico años. Porque es como si una parte de mí –aquella que
convivió con plantas de todo tipo envueltas en periódicos y bolsitas
desperdigados por toda la habitación común- también estuviera con ella, formando
parte ya para siempre de la Real Academia de Ciencias Físicas, Exactas y
Naturales.
(La foto en color es del acto académico el pasado 28 de noviembre de 2012. En la foto en blanco y negro estamos Ana y yo rebuscando entre libros usados en una de las
casetas de la Cuesta de Moyano un domingo de abril del 69. La foto la sacó José
Ramón)