martes, 28 de diciembre de 2010

El villancico cruel




Los villancicos no deben ser crueles. Deben hablar de San José, la Virgen, el Niño, los pastorcillos, los ángeles, paz, amor, felicidad y campana sobre campana. Y, sin embargo, uno de los villancicos de toda la vida tiene una estrofa que siempre me ha parecido especialmente cruel. Además, porque el estribillo es todo lo contrario:

Alegría, alegría, alegría,
alegría, alegría y placer,
que esta noche nace el niño
en el portal de Belén.

La estrofa a la que me refiero es la que dice así:

Esta noche es Nochebuena,
noche de comer pasteles,
y el que no pueda comerlos
que se arrime a las paredes.
Y después venga otra vez, hala, el “alegría, alegría, alegría”…

En mi tierra los pasteles típicos de Nochebuena son esos redondos de hojaldre con un corazón de guayaba o cabello de ángel en su interior. A mi madre se los venía a vender por estas fechas una señora que iba por las casas con su aromática cesta de exquisiteces (¿existe todavía esa venta a domicilio?). Los más famosos ahora son los de Los Realejos y mi amiga Margarita, que es de aquellas tierras, me regala siempre una caja por navidad.

A mí esas capas doradas, crujientes y riquísimas del hojaldre me saben a navidad y me recuerdan otras navidades pasadas. Pero también me traen a la memoria el villancico cruel. No dejo de imaginarme, cuando los como, lo mismo que cuando era pequeña: yo, zampándomelos y un montón de niños pegados a las paredes, mirándome con ojos tristes. O peor, con ojos resentidos, como diciendo la frase infantil de entonces: “A ver si invitas, marrón”.

Mi brindis de este año nuevo va por que esta escena no exista ni pueda existir. Por que todo el mundo tenga una vida digna que te permita tener todas tus necesidades satisfechas, incluido el placer de comerte en navidad un pastel de hojaldre.

No más hambre. No más insolidaridad. No más villancicos crueles. 

martes, 21 de diciembre de 2010

Arretrancos




Ante la Navidad hay dos tipos de personas. Están las que, como yo, disfrutan de ella, compran árbol de los de verdad, hacen calendario de adviento y romances para el amigo invisible, les encanta regalar, preparan nacimientos y adornos por toda la casa y hacen cenas especiales a tutiplén. Y luego están los que rezongan, como mi marido. A partir de octubre, que es cuando yo empiezo a calentar motores comprando regalos de reyes, se le oye de vez en cuando murmurar por lo bajo: “…follón… qué necesidad…¿Más regalos?... y ahora, qué rollo… ¡Dios mío, otra comilona!... ya no puedo más”, y así.

Pero este año he encontrado la solución: pintar la casa por dentro dos semanas antes de la Nochebuena. Es que es estupendo porque pintar no es solamente pintar. Hay que desmantelar todo, habitación por habitación, quitando todos los arretrancos que se habían ido acumulando a lo largo de los años, tapando paredes y llenando estanterías y trasteros.

La palabra “arretranco” según el Diccionario de canarismos es “trasto viejo e inútil que estorba”, con lo cual no me explico por qué, si es trasto, si es viejo, si es inútil y si estorba (y no me estoy refiriendo a personas, ojo), todos tenemos la casa llena de ellos. Pero así es, y te das cuenta cuando haces machuca y limpia.

Del trastero han salido las primeras tumbonas que tuvimos cuando nos mudamos hace casi 30 años. Eran de aquellas de hierro con el asiento de tela y, cuando se nos rompieron, las dejamos por si alguna vez las arreglábamos. ¿Y cómo íbamos a tirar, aunque fuera un trasto, esa máquina enorme para hacer hasta jugos de zanahorias, aunque nunca hicimos ninguno? ¿Y la vajilla de diario, ahora diezmada y sin brillo, que nos regalaron en la boda y que cobijó mis primeros pinitos en la cocina? O la pantalla del primer ordenador que tuvimos o el equipo de música de la era analógica, que es como decir antidiluviana. O una caja llena de Barbies despelujadas de mi sobrina, que me quedé para adecentarlas y dárselas a mi nieta cuando la tuviera y, ahora que la tengo, ni me acordaba. Y marcos de cuadros, y libros, libros, libros que ya no leeré más, y los apuntes de la carrera o las fichas de la tesis que no terminé ni pienso terminar.

Y también te vas encontrando a lo largo de la casa lo que te traes de los viajes. A mí me pasa lo mismo que a Sócrates, que le encantaba llegar a una ciudad y pasear por los mercados y mercadillos. Pero, mientras él, mucho más sabio, cuando los visitaba decía: “¡Hay que ver la de cosas que hay que no necesito!”, yo me pongo a comprar arretrancos. Pero ¿quién se resiste a una bola de cristal que parece tener en su interior el pasado, el presente y el futuro? ¿O a esa jarrita de un mercadillo de Karlovy Vary, con una forma especial para beber el agua (asquerosa) que mana de las fuentes de ese balneario checo? ¿O la tetera y los vasos de té que me trajeron de un mercado marroquí?

Así que aquí estamos ahora, exhaustos y polvorientos, cantando villancicos mientras ordenamos y ponemos todo otra vez en las habitaciones recién pintadas y tiramos tantos arretrancos que en el “Punto limpio” ya me dicen: “Oh, Jane ¿tú por aquí otra vez?”.

Pero eso sí, este año he conseguido dos cosas. Una, empezar el año nuevo con la casa limpia y mucho más vacía, para volverla a llenar el próximo con nuevos arretrancos. Y otra, que mi marido, por primera vez, en estos días no ha rezongado nada por las navidades. 

martes, 14 de diciembre de 2010

Mi compañera de habitación


Esta semana he estado en Madrid para asistir a la investidura como académica de Ana Crespo, mi amiga y compañera de habitación del colegio mayor en mis años de estudiante. En aquel salón de la Academia de Ciencias, presidido por un enorme retrato de la Reina Isabel II (que no sé qué pintaba allí) y arropada por un montón de señores vestidos de chaqué, me pareció fresco y joven el discurso de Ana que tituló "El discurrir de una Ciencia amable y la vigencia de sus objetivos: de Linneo al código de barras de ADN se pasa por Darwin". En él habló de sus amados líquenes pero también de sus bisabuelos, Pedro J. de las Casas y Rita Pérez, que alfabetizaron a media isla de La Palma y guardaban entre los documentos de su Biblioteca una copia manuscrita de "La boda de las plantas", una oda a Linneo de nuestro Viera y Clavijo, que empieza así:
"Los Desposorios de la amable Flora
cantar en un vergel es mi deseo; 
templa su voz mi lira y suave implora
para el epitalamio no a Himeneo
sino al que la Botánica ya adora
por numen fiel, al inmortal Linneo,
al primero que vio en las plantas todas
los sexos, los amores y las bodas..."





Y esta fue la entrada que yo escribí hace 2 años, cuando la nombraron académica, y que suscribo hoy como entonces. 

Eso de tener una habitación propia que pedía Virginia Woolf no va mucho conmigo. Soy capaz de abstraerme leyendo o escribiendo en un cuarto lleno de gente. Y, para dormir, desde siempre lo he hecho cómodamente acompañada: en casa de mis padres, con mi hermana; y en mis años de Madrid, en el Colegio Mayor, con Ana, mi compañera de habitación, por quien le puse el nombre a mi hija.

Tener una compañera de habitación que conecte contigo es una suerte y un privilegio. Ana estuvo ahí en el día a día, pero también cuando me llamaron por teléfono para decirme que mi abuela había muerto o la mañana en la que hubo un terremoto en Madrid y me despertó de un sueño inquieto en que me mecían en una cuna, para salir corriendo al pasillo. Pero también estuvo en las partidas de cartas entre examen y examen, en las lecturas comentadas, en una conversación que tuvimos con Buero Vallejo después de ver “El tragaluz”… Estuvo en las buenas y en las malas, como hacen las amigas de verdad.


De ella ya he hablado en este blog, cuando les conté en “El gen coleccionista” que me había traído de China 10 marcadores de libros preciosos, o cuando hablé de mi momento estelar, que también fue el de ella. Pero momentos hubo muchos. Con Ana y José Ramón, su entonces novio y hoy su marido, descubrí Madrid: los paseos a Rosales a tomarnos un helado después de una tarde estudiando, las visitas al Museo del Prado a sentarnos delante de “El jardín de las delicias” de El Bosco, las mañanas de domingo en la Cuesta de Moyano rebuscando entre libros… Mis mejores recuerdos de aquellos años los incluyen a los dos, compartiendo música y risas y hablando, hablando, hablando de todo lo que en ese momento teníamos o pensábamos tener.

Gracias al 600 de José Ramón (¡bendito 600!) nos íbamos a merendar a Chinchón o a Aranjuez y, sobre todo, nos íbamos a la montaña a hacer caminatas, alguna vez incluso durmiendo en una cabaña de pastores al lado de las fuentes del Lozoya.

En todas ellas, Ana, que ya se estaba aficionando a la Botánica, recogía líquenes y nos los hacía recoger a los demás. Si caminas por la montaña con una forofa de los líquenes, de repente empiezas a descubrir que toda la naturaleza está tapizada de ellos. A los árboles y a las rocas sus colores –verde agua, tejas, cobrizos, dorados- los embellecen y sabes que, aunque hasta ese momento eran invisibles, a partir de entonces ya no dejarás de verlos nunca más. Y, mientras los recogíamos, Ana los iba nombrando –parmelia perlata, umbilicaria postulata…-, bellos nombres latinos que todavía recuerdo.
 
Las dos nacimos en marzo del 48, yo unos días antes que ella. Las dos somos de Tenerife y empezamos la carrera en la Universidad de La Laguna y terminamos en la Complutense al mismo tiempo. Las dos tuvimos vivencias comunes en aquellos años convulsos desde el 67 al 70: las asambleas, las manifestaciones, los grises a caballo, la censura, el estado de excepción, la primera conciencia política.

Pero después la vida nos llevó por caminos diferentes. Ella continuó en Madrid –allí están su casa y su trabajo- y yo me vine para Tenerife. Nos vemos muy de vez en cuando pero, aunque pase tiempo, cuando la veo, a ella y a José Ramón, siento la comodidad que sólo se tiene con la gente cercana, aquella con la que no sólo has compartido una parte de tu vida, sino con la que también has soñado el resto. Sé que puedo contar con ella y ella sabe que puede contar conmigo.

Y ahora yo me he jubilado y ella no creo que lo haga en mucho tiempo. Ana es Ana Crespo de las Casas, Catedrática de Botánica de la Complutense, un hacha en su especialidad, reconocida en todo el mundo. Y sé que seguirá, cuidadosa, paciente, inteligente y curiosa, como toda buena investigadora, enseñando a nuevas generaciones a observar la naturaleza y que los líquenes están ahí.

Hace muy poco la han nombrado Académica de la Real Academia de Ciencias Físicas, Exactas y Naturales, la primera canaria que ingresa en ella y una de las tres mujeres que lo han hecho en toda su historia. Y yo no puedo evitar sentir una enorme alegría y también el orgullo de haber compartido ronquidos con ella hace ya 40 y pico años. Porque es como si una parte de mí –aquella que convivió con plantas de todo tipo envueltas en periódicos y bolsitas desperdigados por toda la habitación común- también estuviera con ella, formando parte ya para siempre de la Real Academia de Ciencias Físicas, Exactas y Naturales.

(La foto en color es del acto académico el pasado 28 de noviembre de 2012. En la foto en blanco y negro estamos Ana y yo rebuscando entre libros usados en una de las casetas de la Cuesta de Moyano un domingo de abril del 69. La foto la sacó José Ramón)



martes, 7 de diciembre de 2010

Entonces, ¿a qué volver?




Ya los pueblos no son lo que eran. Cuando vuelvo a los pueblos de los veranos de mi niñez -Granadilla, Los Realejos, Los Sauces- me dan ganas de cantar aquella canción de Los Chalchaleros: “La casa ya es otra casa, el árbol ya no es aquel…”. El paisaje ha cambiado, las casas en las que viví –casas de tejado, con suelo y techos de tea, cálidas y acogedoras- ya no existen. Tampoco están mis padres, mis tíos o mis abuelas, las personas con las que estuve en ellas, dando por seguro que la vida era eterna.

En esos pueblos, todo el mundo se conocía y las fuerzas vivas eran individuos únicos: el cartero, el guardia, el barrendero, el boticario, el sastre, incluso el tonto o el ladrón del pueblo. Y también el maestro, como mi tío abuelo Cándido, que enseñó a muchas generaciones de sauceros, por lo que hoy el Instituto de Los Sauces lleva merecidamente su nombre. Yo le tenía terror. Cada vez que en mi niñez iba a Los Sauces, mi tío abuelo me cogía por banda, a pesar de mis esfuerzos por escaquearme, y me hacía un examen en toda regla. Perdí muchos puntos a sus ojos cuando, a los 8 años, no me supe la lista de los Reyes Godos. Me la aprendí de memoria al año siguiente y, nada más verlo, sin saludarlo ni nada, le espeté: “Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico, Turismundo…”.

La canción de Los Chalchaleros sigue diciendo: “Si han volteado hasta el recuerdo, entonces, ¿a qué volver?”. Yo pienso que hay que volver porque siempre algo perdura. Me encantan los saludos educados que todos nos damos en los pueblos, la mirada orgullosa del “yo soy de aquí”, los poyos en los que se sientan todo el día los jubilados a hablar de lo divino y lo humano, el que todavía algún anochecer de verano saquen las sillas a la calle y hablen mientras contemplan las estrellas. Me gustan las señoras que barren a la puerta de su casa, dando por hecho que lo público también les pertenece y que hay que cuidarlo; me gusta que todos sepan quién es quien y con quién pueden contar o el que hagan piña en momentos determinados. Me gustan hasta los personajes extravagantes que existen siempre en todos los pueblos, como Toribia, que, cuando nos veía a las niñas en Los Realejos, se empeñaba, ante el horror de mi tía, en hacernos con saliva caracolillos en el flequillo.

Y, bien mirado, tal vez la cosa no haya cambiado tanto. Me contaban el otro día que, cuando llamaron a un pueblo de Tenerife para investigar un robo, le contestaron: “El de aquí no fue”. Y cuando en otro pueblo del sur desaparecieron las gallinas y los pollos de un vecino, todos supieron enseguida quién había sido el ladrón. Máxime cuando éste al día siguiente ponía un cartel en su casa que decía:”Se venden huevos”.

Y es que también no hay nada como un pueblo para reírse un rato. 




(La imagen inicial es de una de las casas en las que viví, la casa de mi tía Agustina en Los Sauces. La imagen final es el busto de mi tío abuelo Cándido -el que me hizo sufrir con la lista de los reyes godos- en la Alameda de Los Sauces)
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