martes, 30 de noviembre de 2010

El principio de la sabiduría



Dicen los filósofos que el principio de la sabiduría es la ignorancia. Ningún enterado de esos que creen que se lo saben todo se pone a buscar, a indagar, a caminar en pos de la verdad (si es que ésta existe). Este es el sentido del “sólo sé que no sé nada” socrático, que muchos continúan con “y todavía no estoy muy seguro de ello”.

Es lógico, entonces, pensar que detrás de la ignorancia vienen las preguntas ¿verdad? Y, sin embargo, parece haber en el sexo masculino una increíble tendencia a no preguntar nada. Ya pueden estar en un pueblo perdido en medio de la estepa castellana sin saber qué rumbo tomar para volver a la civilización y, por supuesto, sin GPS, que antes muertos que preguntar al lugareño más cercano cosas tan elementales como “¿cómo se sale de aquí”, “¿hay alguna gasolinera cerca?” y “¿dónde se puede comer bueno, bonito y barato por estos andurriales?”.

Por eso me encantan mis nietos. No se cortan un pelo a la hora de preguntar y, aunque a veces sean tan pesados como el crío que en la canción de Les Luthiers pregunta, machacón, por qué la gallinita dijo “eureka”, por qué, por qué y por qué, su repertorio de preguntas, inacabable, demuestra que están en el camino de la sabiduría. He aquí una muestra de ellas, recogidas este verano pasado en que los he tenido conmigo casi a tiempo completo:

¿Por qué el dedo gordo del pie está al lado de los demás?
¿De qué están hechos los ojos de los peluches?
¿Por qué los mosquitos no pican a los zorros en lugar de a los humanos?
¿Las ratas se lavan?
¿Por qué las hormigas no se caen al subir por las paredes?
¿Cuántas servilletas de papel hay en el mundo?
¿Por qué las gotas de agua se ponen redondas en el espacio?
¿Las gaviotas viven en una “gavietita”? (Con esta creo que pretendían hacer un chiste)
¿En el tiempo de los dinosaurios ¿existían las montañas?
¿Por qué hay restaurantes chinos si a todo el mundo le gusta la comida normal?
Cuando explote el volcán ¿qué habrá después de los humanos?
¿Por qué todas las casas no son hinchables?
¿Dónde viven las mariposas?
¿Qué trajes se pone el Ratoncito Pérez? ¿En serio es un ratón?

Ahora el único problema que tenemos los abuelos es encontrar las respuestas.  

martes, 23 de noviembre de 2010

Adivinanzas en la oscuridad




Este título lo he tomado prestado de uno de los capítulos más memorables de “El hobbit” de J.R.R. Tolkien, sólo que adaptado al habla canaria, en la que usamos más “adivinanzas” que “acertijos”. En este capítulo Tolkien nos dice que los torneos de adivinanzas son sagrados y de una antigüedad inmensa, y el que se plantea entre Bilbo Bolsón, el hobbit, y el tramposo Gollum, lo es. Hallar la solución es, además, para Bilbo la llave para salir de la oscuridad literal de una cueva llena de seres malignos hacia la luz exterior.

Del mismo modo, todos los que hemos jugado desde chicos a las adivinanzas hacemos el mismo camino: estamos en las tinieblas y de repente se hace la luz (la bombillita sobre la cabeza de los colorines) y decimos, como un amigo mío que a todas responde lo mismo: “¡La gallina!”.

Las clásicas (“Alto, alto como un pino y pesa menos que un comino”, “Oro parece, plata no es…”, “Adivina, adivinanza ¿qué tiene el rey en la panza?”…) ya nos enseñan de pequeños a usar las metáforas y a jugar con las palabras. Con el tiempo, nos van gustando cada vez más complicadas (“En medio del cielo estoy / sin ser lucero ni estrella, / sin ser sol ni luna bella. / Adivina tú quién soy.”, “Caja sin llave, / tapa o bisagra, / pero dentro un tesoro / dorado guarda”…). Y siempre, siempre, intentamos llegar a la luz aunque sea para que no se cumpla “y el que no la acierta bien tonto que es”.

¿Juegan todavía los niños y los jóvenes a las adivinanzas, como lo hacíamos nosotros? A veces, lo dudas cuando los ves, zombis, con las maquinitas, abstraídos en su mundo, sin intervenir en la conversación. Pero a mis nietos les encantan, y a veces las inventan, y mi amiga Lolina me contó que, en la playa, un grupo de chicos y chicas estaba entretenidísimo la otra tarde oyendo a uno de ellos que les proponía una: “Tú tienes 3 por delante y ninguno por detrás; tú, uno por detrás; a ti no te conozco lo suficiente para saber si tienes o no; tú no tienes ni por delante ni por detrás...”. Y ella veía en todos el acicate de la curiosidad, el entusiasmo por encontrar la respuesta, las risas, las tentativas, los razonamientos…: el cerebro a pleno funcionamiento. Cuando ya se iba, no pudo evitar acercarse y rogarles que, por favor, le dijeran la solución, o se iba a pasar el día y la noche dándole vueltas. “Los hermanos”, le dijeron.

Durante mis años de profesora di una asignatura que se llamaba “Aprender a razonar” y dediqué siempre una clase a las adivinanzas (incluyendo el capítulo de “El hobbit” sin las respuestas) y puse muchas. Una de mis preferidas era un poema de García Lorca, que él plantea como adivinanza, dando en el último verso la solución. A mis alumnos les costaba pero al final, con ayuda, la adivinaban. Si no la saben, traten de hacer lo mismo sin hacer trampa. Y no vale decir: “¡La gallina!”:

En la redonda
encrucijada,
seis doncellas
bailan.
Tres de carne
y tres de plata.
Los sueños de ayer las buscan
pero las tiene abrazadas
un Polifemo de oro.
¡?? ????????! 

martes, 16 de noviembre de 2010

Acompáñame





Mi bautizo en la Universidad de La Laguna a los 17 años, allá por 1965, estuvo unido a tres hechos. El primero fue que por primera vez allí mismo, en los jardines de la Facultad, asistí al rodaje de una película. Se llamaba “Acompáñame” y estaba protagonizada por Rocío Dúrcal y Enrique Guzmán, que evidentemente, como actores, no aspiraban al Óscar.

Me imagino que algunos días de aquel noviembre no hubo clase porque ¿cómo estaba allí toda la universidad, sin perderse ni una escena? O mejor dicho, gozándonos la repetición de la misma escena veinte veces, la bajada de la tuna por la rampa del jardín, con Rocío y Enrique delante, cantando “Ninguna como mi tuna que al Teide le quiere robar una a una las luces que van a estrellar mi fortuna”.

 Después hablamos en el bar con Enrique Guzmán, uno de mis cantantes preferidos en esa época, y comprobamos que era tan agradable como parecía. Y, por supuesto, nadie se perdió más tarde la película, no sólo para constatar que, en la escena de la tuna, aunque no se nos ve, al otro lado de la cámara 3000 curiosos estábamos allí, como el dinosaurio de Monterroso, sino también para ver a los extras conocidos: a aquella chica de 2º que hizo de inglesa aunque no lo era, a mi entrenador de baloncesto bajando por las escaleras de una piscina o a mi amigo Chano que estaba en la tuna.

El segundo hecho fue encontrarme con un joven profesor de Filosofía, Don Emilio Lledó, que cambió mi visión de las cosas y nos dejó a todos encandilados. Nos enseñó filosofía, pero también a pensar, a ser críticos, a leer a los filósofos, o a analizar frases como la de “Hoy es siempre todavía” o “La Tierra es azul como una naranja”.

Uno de los primeros días de aquel curso de 1965, cuando subía en la guagua desde Santa Cruz a la facultad, se sentó a mi lado y todavía recuerdo la emoción ante su presencia, pero sobre todo el asombro de que me reconociera, me preguntara cosas y me escuchara (y de que usara la guagua). No estábamos acostumbrados a profesores así.

El tercer hecho fue que me enamoré. Los de Ciencias organizaron para el 15 de noviembre una excursión al Lago Martiánez, en el Puerto de la Cruz, y en ella un chico de ojos azules que tocaba la guitarra me miró y me sonrió. Fue un día precioso: baño en el Lago, comida junto al mar y baile al atardecer. A la vuelta, ya íbamos juntos en la guagua hablando sin parar.

Hoy tiene 64 años. La profesora de mi nieta le dijo a ésta este principio de curso: “¡Qué abuelo más guapo tienes!”, y ella contestó: ”Sí, pero no tiene pelo”. A pesar de esto, sigue teniendo los mismos ojos azules y la misma sonrisa que me enamoraron. Y sigue tocando la guitarra.

Yo me especialicé en Filosofía y de vez en cuando tengo la suerte de volver a ver a Don Emilio. Hoy es uno de los más importantes filósofos europeos, miembro de la Real Academia y autor de varios libros. Pero sigue siendo joven y entusiasta a sus 83 años, y sigue gustándole escuchar a los demás. En uno de sus libros me puso esta dedicatoria: “Para Isabel, en la ya larga memoria de nuestros años en La Laguna, soñando una nueva Universidad”.

De “Acompáñame” me queda una copia desvaída en un vídeo. Algunos de los que intervinieron en la película, incluyendo a la protagonista, han muerto ya, y los escenarios –el Puerto, la Universidad, Las Caletillas, la Rambla- han cambiado totalmente.

Pero tal vez su título sea lo más actual. De alguna manera, en mis recuerdos de aquel otoño de hace 45 años están mezclados los primeros paseos de la mano, las risas y las canciones, las discusiones y los debates profundos sobre el sentido de la vida después de las clases de filosofía, los nuevos descubrimientos, las complicidades con las amigas y amigos, lo jóvenes que éramos. Y esas vivencias, que dirigieron mi camino en una dirección determinada, sí que realmente me han acompañado toda la vida. 

martes, 2 de noviembre de 2010

Pomporrutas imperiales




Yo siempre he sido muy de himnos, qué se le va a hacer. Me encanta ese tachántachán, que anima a cuadrarse, levantar la cabeza y andar erguida cantando a grito pelado como si estuviera marchando en un desfile. Y me gustan casi todos los himnos patrióticos, desde el nacional hasta la Internacional o la Marsellesa. Nadie es perfecto.

De hecho, me enamoré de los libros de Harry Potter cuando en el primero (que mi hija me regaló nada más salir porque pensó que me interesaría aquello de “la piedra filosofal”) vociferan el Himno de Hogwarts, cada uno a su aire: “Hogwarts, Hogwarts, Hogwarts, / enséñanos algo, por favor. / Aunque seamos viejos y calvos / o jóvenes con rodillas sucias, / nuestras mentes pueden ser llenadas / con algunas materias interesantes. / Porque ahora están vacías y llenas de aire, / pulgas muertas y un poco de pelusa. / Así que enséñanos cosas que valga la pena saber, / haz que recordemos lo que olvidamos, / hazlo lo mejor que puedas, nosotros haremos el resto / y aprenderemos hasta que nuestros cerebros se consuman”. Grandioso ¿verdad? Hasta Dumbledore, el director, dice, al terminarlo, enjugándose los ojos: “¡Ah, la música! ¡Una magia más allá de todo lo que hacemos aquí!".

En mi colegio nos tupían a himnos religiosos, como el de Santo Tomás (Doctor angelical, sol de la Iglesia…), y patrióticos, como ese Montañas nevadas, banderas al viento, a cuyo compás marchábamos en las tablas de gimnasia. Era la posguerra y, en crisis continua y a falta de cosas mejores, las canciones nos hablaban de glorias pasadas, no dudando en recular hasta los Reyes Católicos (De Isabel y Fernando el espíritu impera…) o en animarnos con reivindicar imperios perdidos en la noche de los tiempos, como ese “Voy por rutas imperiales, caminando hacia Dios…”, que para nosotros pronto se convirtió en Pomporrutas imperiales.

A mi hermano y a mi primo les enseñaban, además, en el colegio el “Cara al sol”. Recuerdo una vez, caminando desde San Andrés a Las Teresitas, que iban cantándolo a todo trapo con sus voces infantiles, y una viejita que pasaba se quedó mirándolos y les dijo: “¿Cagas al sol? ¡Caga a la Luna que nadie te ve!”. A ellos y a mí, que estábamos en el periodo caca-pedo-culo-pis, nos hizo una gracia tremenda y nos partíamos de la risa.

¿Ha pasado ya la época de los himnos? Tal vez sí. Hace años me invitaron a una comida multitudinaria con mi colegio, un puchero en casa de Pedro el Cruzantero. Fue un rato estupendo porque siempre se pasa bien comiendo una buena comida y recordando viejos tiempos. Pero al final se levantaron las mayores, que eran quienes lo habían organizado todo, y a una señal, todas se pusieron a cantar el himno del colegio (uno de los pocos que no me gustan) con un entusiasmo digno de mejor causa. Lo más que recuerdo es, al mirar alrededor (a ver dónde podía meterme), ver la mirada estupefacta y la boca abierta de Pedro el Cruzantero viendo a todas aquellas señoras de 70 años o más, desgañitarse cantando que "al entrar en el colegio de las Madres Dominicas hay un letrero que dice ¡viva Santa Catalina!". No he vuelto más.

Aunque a lo mejor sí hay espacio para himnos hoy en día. Después de todo el Tenerife, que está en la cola, tiene su “Tenerife, adelante, tu coraje y tu valor no conoce rival…”, aunque esos rivales le metan goles a porrillo. Pero para mí elegiría otra clase de himno: uno, menos marcial y aguerrido, muy alejado ya de las “pomporrutas imperiales”, sin desfiles, ni clarín de trompetas.

Simplemente, tal vez sea el momento de cantar suavito en esta tibia tarde de otoño, con el único acompañamiento de la guitarra, un Himno de gratitud: Gracias a la vida, que me ha dado tanto… 
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html