martes, 28 de septiembre de 2010

Mis tres Jane favoritas III: Calamity Jane


























Aunque parezca que no, los niños de mi generación vivimos en el lejano Oeste, donde los hombres son hombres. En aquellos tiempos de no-tele, antes muertos que perdernos los domingos el cine de las 4, en el que las películas de indios y vaqueros nos transportaban a un mundo diferente y fascinante.

Visto desde la distancia de los años, ahora el lejano Oeste me parece tan cercano como aquella cocina de mi casa. Yo juraría haber ido a caballo en un rojo atardecer a los pies del Gran Cañón y me suena haber tenido una amistad antigua, de tú a tú, con Gary Cooper, John Wayne y James Stewart, el hombre que no mató a Liberty Valance.

Nosotros fuimos el forastero que empuja la puerta del saloon, lo cruza ante la mirada de los jugadores del fondo, llega a la barra y pide, chulo, un vaso de leche. Nosotros estuvimos en todos los duelos, con el alma en vilo, pendientes hasta el último segundo del dedo a punto de apretar el gatillo. Antes de que vinieran los tiempos en que los indios ya no eran los malos y no te iban a arrancar la cabellera (Cantinflas los anticipó en “Por mis pistolas”, ligando con Wynona, la hija del Gran Jefe, a la que él llamaba “Güenona”), a nosotros se nos erizaba el pelo cuando, yendo por las inmensas llanuras, atisbábamos allá a lo lejos, sobre la escarpada montaña, la figura impertérrita de un indio a caballo. O, más amenazante, un penacho de humo que auguraba la guerra. Toro Sentado, David Crockett, el General Custer, Billy en Niño, el 7º de Caballería, todos los sioux juntos… eran como de la familia.

¡Y las mujeres! Al pescante de las diligencias, allá iban, a la conquista del Oeste, sucias, sudorosas pero guapísimas, arre p’alante. Y entre todas ellas, la historia nos ha dejado en un lugar privilegiado el nombre de Calamity Jane.

Así como mi primera Jane favorita es totalmente real y la segunda, totalmente irreal, esta tercera Jane es a medias real y a medias ficción. Existió realmente desde el año 1852 a 1903 con el nombre de Martha Jane Cannary-Burke, y fue una de esas mujeres pioneras que lucharon codo con codo, de igual a igual, con los hombres en gestas heroicas, allá en las praderas. Disparaba, vestía chaqueta y pantalones, mascaba tabaco y se acostó con quien quiso. Fue exploradora, buscadora de oro, trabajadora en la construcción del ferrocarril y soldado del ejército. Se le atribuyen historias más o menos confirmadas, como cruzar a nado un río y viajar después 90 millas, empapada, para entregar un parte; o salvar una diligencia del ataque de los indios. Y así se convirtió en leyenda y, como todas las leyendas, mucho de lo que se dice de ella es producto de relatos transmitidos boca a boca, incluso de las muchas versiones, a veces distintas, que ella misma inventaba, historias imaginadas y contadas en noches frías alrededor de un fuego de campamento.




Yo la conocí en una película musical y edulcorada del año 53 protagonizada por Doris Day y que aquí se llamó “Juanita Calamidad”. La han interpretado después en películas y series de televisión Anjelica Huston, Jane Birkin, Carol Burnett, Ivonne de Carlo, Jane Russell… Pero mi Calamity Jane es la del cómic de Lucky Luke, escrito por Goscinny e ilustrado por Morris en 1971, que incluye también su vena fabuladora: después de contarle a Lucky Luke su vida, advirtiéndole: “Hay que decir que soy bastante embustera”, la vuelve a contar en el saloon animándolo con un “¡Únete a nosotros, es una versión nueva!”. La Calamity Jane de Goscinny no dice una frase sin palabrotas; si la llaman dama, contesta “No suelte burradas”; llega a regentar un saloon en el que hace tragar a golpe de escopeta las galletitas incomibles que prepara: “¡Las galletitas o las balas!¡Elegid!”, a lo que uno de los presentes, abriéndose la camisa, dice: “¡Dispara!”; y el resultado de recibir lecciones de modales de un desternillante personaje igualito a David Niven es “¡Si no me haces un besamanos te doy con la culata de mi carabina en tu cxzy/&h cabeza!”. Pero es leal y valiente y hace huir a los indios que huyen despavoridos al grito de “¡Squaw majara!”. Al final, se va porque “a mí me van el movimiento, la aventura… ¡No estoy hecha para estarme quieta!”.

Las Calamity Jane abrieron un camino por el que muchas otras mujeres han caminado después, un camino en el que no iban tras los hombres, sino al lado, responsabilizándose por igual de logros y de fallos en la construcción de nuestro mundo. Y, si aún quedan personas que se permitan olvidarlo, las Calamity Jane actuales las mirarán severamente y dirán, sin levantar la voz pero con un acento en el que laten los ecos amenazantes de aquel Oeste lejano: “¡Yo de ti no lo haría, forastero!”



martes, 21 de septiembre de 2010

Mis tres Jane favoritas II: Jane la de Tarzán





De mis tres Jane preferidas, Jane, la de Tarzán, es la única irreal pues nace de la imaginación de Edgar Rice Burroughs a la sombra del increíble Tarzán. Y digo increíble porque nadie se lo cree.

Por lo menos yo no me creo a un Tarzán que está como un tren. Se le describe con “figura erguida y perfecta, musculosa como pudiera ser la de los antiguos gladiadores romanos y, no obstante, con las suaves y sinuosas curvas de un dios griego…”. Y Jane, nada más verlo, “admiró la gracia majestuosa de sus andares, la elegante simetría de su figura magnífica y el equilibrio de su espléndida cabeza sobre los anchos hombros”.

O sea, que pasando su infancia y juventud con una alimentación de lo más insana, sin yogures, ni actimeles, y quedándose sin cuero cabelludo a cada rato por las peleas con los gorilas y demás bichos de la selva (una de las veces la piel le cuelga sobre un ojo), en lugar de ser un alfeñique lleno de cicatrices, es un dios griego. Anda ya.

No me creo tampoco a un Tarzán que, tras encontrar la cabaña donde sus padres perdieron la vida y curiosear en los libros, aprendiera a escribir y a leer ¡solo! ¡sin saber inglés! lo cual le sirve para poner este tipo de carteles en la puerta: “Esta es la casa de Tarzán, el que ha matado fieras y muchos hombres negros. No se os ocurra estropear las cosas de Tarzán. Tarzán vigila.” (y ¡ojo! no pone “vigila” con “b”, “ocurra” con “h” ni “hombres” con “v”).

No me creo a un Tarzán que se come crudas y sin empacho a sus víctimas, sean monos o no, pero que, cuando mata al primer negro, no se lo come porque “el sello de su cuna aristocrática, el producto de muchas generaciones de educación refinada” no podía ser erradicado así como así por una crianza y formación en un ambiente salvaje.

No me creo que en un par de meses Tarzán aprenda perfectamente francés e inglés. Nada de “Yo Tarzán, tú Jane”. En la novela original es un hacha para los idiomas y dice cosas como “Mais, oui” y se le declara a Jane de esta guisa que ya quisiéramos las civilizadas: “He venido a través de los siglos, desde un pasado nebuloso y remoto, desde la caverna del hombre primitivo, con objeto de reclamarte para mí. Por ti me he convertido en hombre civilizado. Por ti he cruzado océanos y continentes. Por ti llegaré a ser lo que quieras que sea. Puedo hacerte feliz, Jane, en el mundo y en la vida que mejor conoces y quieres. ¿Te casarás conmigo?”.

Y no me creo a un Tarzán que, cuando va a buscar a Jane (que se ha ido a Baltimore, dejándole antes el recadito de que, si la quiere ir a buscar, allí estará), llega a su casa conduciendo su propio coche, que ya es suerte aprobar en un par de días y a la primera el carnet de conducir. Y además, para llevarse unas calabazas tremendas porque Jane, que se ha quedado prendada de él en cuanto lo vio saltando de liana en liana con su taparrabos último modelo, va y se compromete con otro, la muy pánfila.

¿Por qué, entonces, Jane, la de Tarzán, es una de mis favoritas?

Porque en el imaginario de mi generación Jane, la de Tarzán, no es esa jovencita mojigata e indecisa de las novelas, a la que hay que estar salvando todo el rato de gorilas que la raptan, de leones que se meten por su ventana, de incendios y catástrofes varias, e incluso de pretendientes indeseables. No, afortunadamente esta vez, y al contrario de lo que siempre pasa, Jane, la de Tarzán, tuvo para nosotros el dulce semblante de Maureen O’Sullivan, la compañera de Johnny Weissmuller en las películas que iluminaron nuestra infancia.

La Jane de las películas no es una tonta damisela en apuros, sino una mujer real de carne y hueso que tiene a Tarzán, a Chita y, si la dejan, a toda la selva, comiendo de su mano. Serena, fuerte y contentísima de su lugar en el mundo, Jane es el eje familiar y, a la vez, el nexo que une a Tarzán con el resto de la civilización. Y el grito de Tarzán, descrito como “alarido que ponía los pelos de punta y helaba la sangre” y que, cuando lo oye la Jane de las novelas dice: “¿Qué fue ese ruido tan espantoso?”, es para la Jane cinematográfica la llamada del hogar.

Mientras la Jane de las novelas se casa, faltaría más, y vive en su mansión londinense como Lady Greystoke, la Jane de las películas vive alegremente en pecado, se supone, en la casa del árbol que todos quisimos de niños (con su sistema de agua, ascensor y ventilador) y protagoniza una escena tan bella y libre como la que hoy les brindo y que, por supuesto, fue censurada.

Aunque, pensándolo bien, también las películas de Tarzán y Jane son increíbles, con una selva con todos los animales a su disposición y donde no hay mosquitos ni paludismos, como si fuera el lugar ideal para unas vacaciones al aire libre.

Pero para eso, para inventar cosas increíbles y hacernos disfrutar con ellas, están precisamente los libros y las películas. 


martes, 14 de septiembre de 2010

Mis tres Jane favoritas I: Jane Austen




Ya que amablemente, desde los celajes en los que nos está contemplando, Jane Austen ha accedido a prestarme su nombre y su rostro para este blog, justo es que empiece esta serie sobre mis tres Jane favoritas por ella, una escritora inglesa nacida en el siglo XVIII (como está claro nada más ver el modelito de la foto, que no es lo último de la Pasarela Cibeles), que me ha deleitado, divertido y entretenido con sus novelas muchas noches de mi vida.

De aquellos que la han leído, hay quienes se quedan con que sus novelas son de amor. De pudorosos amores habría que puntualizar porque "besos besos" no se ve ninguno. Y si a alguna, como Lidia Bennet, la hermana pequeña de Orgullo y prejuicio, le da por fugarse con su galán, el oprobio, el escarnio y la vergüenza caen sobre las cabezas de las demás, que ven disminuidas sus posibilidades de casarse.

Porque eso sí, más que de grandes amores, sus novelas van de casarse, que no es lo mismo. El inicio de Orgullo y prejuicio, su novela más famosa, así lo proclama: “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita casarse”. Y es que esa es otra: no basta con casarse sino que hay que casarse bien. Y, cuando lo consiguen, ¡ay, es como llegar a la Luna! La madre de Elizabeth Bennet, cuando ella le comunica que va a casarse con Mr. Darcy, que tiene más dinero que el Tío Gilito, exclama: “¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va a ser de mí? ¡Voy a enloquecer!”.
 
Otros lectores se quedan con las curiosidades (esos bailes tan alejados del hip-hop…) y el complicado protocolo de una sociedad en la que marido y mujer se dirigen uno al otro como señor y señora y en la que a la hermana mayor no se la llama por su nombre como a las demás sino señorita+apellido (y una siendo hermana mayor toda su vida, sin saber que, de haber nacido en esa época, me hubieran correspondido tamaños privilegios).

Pero, sobre todo, con lo que muchos nos quedamos es con la ironía con la que trata a sus personajes. Debajo de esa puritana toca, yo me la imagino con mirada brillante y media sonrisa mirando a su alrededor y vacilándose de todo el mundo. Retrata personajes impagables: la Isabella de La abadía de Northanger, coqueta, interesada e hipócrita, haciendo siempre lo contrario de lo que dice, como cuando flirtea con dos chicos y “se hallaba tan lejos de desear atraer su atención que sólo se volvió a mirarlos tres veces”; o el inteligente y pasota Mr. Bennet de Orgullo y prejuicio que proclama “¿Para qué vivimos sino para entretener a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?”; o el clérigo Mr Collins, que se pasa tres pueblos de pelota y obsequioso; o la quejica e hipocondriaca Mary, de Persuasión; o la taimada Lucy, de Sentido y sensibilidad, que con tal de casarse le da igual ocho que ochenta. ¡Qué retrato de familia hace, en esa novela, con esta frase: “Sir John era cazador y lady Middleton, madre. Él cazaba y disparaba, ella atendía y acariciaba a sus niños; a esto quedaban reducidos los recursos de sus vidas”!


Jane Austen vino a este mundo para ser una de las grandes novelistas inglesas. Pero yo creo que sobre todo vino para divertirse y, de paso, divertirnos a nosotros, observando y haciendo un formidable retrato de su entorno y descubriendo, a la vez, lo absurdo, lo terriblemente absurdos, que muchas veces somos los humanos. 

martes, 7 de septiembre de 2010

El cuarto de costura




La casa de mi niñez tenía dos ejes, la cocina y el cuarto de costura. Este último, una habitación pequeña y luminosa, era por las tardes el reino de las mujeres. Mi madre, mis abuelas, mis tías y alguna amiga tomaban posesión de él y allí, mientras bebían sus cafecitos acompañados de un trozo de bizcochón o de los dulces de mi abuela, cosían vestidos y bordaban colchas, manteles, cortinas… entretejido todo con el fondo amortiguado de la radio y el hilo de las conversaciones.

Allí se tricotaban y se remendaban todos los proyectos familiares, las idas y venidas de Venezuela, las cartas, las bodas, los amoríos, las enfermedades y los entierros.

Allí se festoneaban las historias de conocidos o desconocidos, como la de una tía abuela que había muerto joven y a la que le negaron el día anterior unas sardinas fritas, no fueran a sentarle mal. “A un enfermo hay que darle todo lo que le apetece, que no es cuestión de que se vaya con las ganas”, remataba mi abuela, con las gafas en la punta de la nariz y cortando el hilo con los dientes.

Allí se hilvanaban las risas contando hechos, como cuando otra pariente, que no quería casarse pero sí tener “pretendientes” (y ya se le iba pasando el arroz), recibió una llamada desde el Mirador Don Martín de Güimar, y, toda emocionada, tapando el teléfono, dijo a todas: “Dice que es un admirador, Don Martín…”.

Allí se hacían bodoques con lo oído por la radio o leído en los periódicos, con los amores y desamores de las estrellas o la realeza (María Callas, Ingrid Bergman o Fabiola de Bélgica pasaron por allí), con las llegadas y partidas de los barcos en el puerto, con los chistes sobre los políticos, con los libros leídos y las películas vistas.

En el cuarto de costura rehilé mis primeros seriales de la radio, o, por lo menos, parte de ellos, cuando no se daban cuenta de que yo (“la ropa tendida”) estaba en un rinconcito con los oídos de par en par. Me acuerdo de uno en el que a la chica, tan buenita y virtuosa, la engañaba el malvado de turno que organizaba una boda falsa, se “aprovechaba” de ella y luego si te he visto no me acuerdo, la dejaba embarazada, soltera y sola en la vida. Después él se reformaba y se enamoraba de verdad pero le costaba 2700 días de serial volver a reconquistar el amor de la buenita. Suena a conocido ¿no?

Podría parecer que los cuartos de costura han desaparecido en esta época de vestidos de usar y tirar, en la que los bordados vienen de China y en la que a nadie se le ocurre hacerse una dote de sábanas con calados.

Pero no. Los cuartos de costura siguen existiendo en la necesidad que todos tenemos de contar y escuchar historias, de discutir temas de actualidad o de reírnos hasta de nosotros mismos. Lo único que pasa es que han cambiado de nombre.

Ahora se llaman blogosfera.

(La imagen está tomada en La Granja de Esporles, en Mallorca, y es de un cuadro situado en el cuarto de costura. No sé el autor)
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html