martes, 31 de agosto de 2010

Comprar una isla




Todos tenemos una isla desierta en la imaginación desde que leímos “Robinson Crusoe”, o incluso antes, con las islas del país de Nunca-Jamás que James M. Barrie describía en la deliciosa novela “Peter Pan y Wendy”: “(la isla de Juan) tenía una gran laguna con flamencos que volaban sobre ella (mientras la de Miguel, que era más pequeño) tenía un flamenco con lagunas que volaban sobre él”. O islas de oro, como las que soñaba Ignacio Aldecoa, en los días de biblioteca y de pereza cálida, “dulces islas nunca nombradas en los mapas”.

Los canarios, además de esas islas ideales, tenemos y disfrutamos las islas reales y, a veces, las confundimos en el cerebro cuando, por ejemplo, estamos en el centro de Madrid y, encerrados y rodeados por tanta tierra, la mirada se nos desvía a lo lejos en busca del azul.

Tal vez los ricos-ricos envidian este sentimiento de comunión con el mar que tenemos los isleños porque, en cuanto pueden, se compran una isla. Ahí tienen a Nicolas Cage o a Johnny Depp con sus islas en las Bahamas, a Richard Branson con otra en las islas Vírgenes, a Mel Gibson con la suya en las Fiji, o a Celine Dion con un islote en Quebec.

Pero una vez, hace años, a mí y a mis amigos, gente de a pie como quien dice, nos propusieron comprar una isla. Y no una roca vulgar cualquiera, no, sino una isla hecha y derecha, más o menos del tamaño de La Gomera. Estábamos reunidos de festejo, cuando mi amigo Jose, que acababa de llegar de su viaje anual a la Antártida, nos dijo que en Chile vendían una isla situada en medio del Pacífico por 20 millones de pesetas. ¿Y si nos reuníamos los 20 que en ese momento estábamos allí y la comprábamos poniendo cada uno un millón de pesetas?

Las ilusas, optimistas e inconscientes, como yo, dijimos que por supuesto y, sintiéndonos Onassis, empezamos a proyectar los viajitos, los bungalows, los atracaderos de las barquitas, las hamacas y las flores en el pelo.

Los sabios, que conocían el estado de nuestras finanzas y las limitaciones de nuestros ahorros, proponían que podríamos comprarla entre 20 millones de personas a peseta cada una.

Los realistas y prácticos empezaron a hacer cálculos de cuánto costaría hacer un muelle, un aeropuerto, casas, carreteras, supermercados, instalaciones de agua, luz y teléfono… y después pasaron y siguieron hablando de fútbol.

Los catastrofistas decían ¿y qué hacemos cuando pase por allí el huracán de las 3?

Los artistas hicieron un dibujo de la isla con su río (¡tenía un río con truchas y todo!) y sus 20 cantones, uno por cada dueño.

Pero la reacción más categórica y que, después de una carcajada, nos bajó los humos y nos hizo olvidar los sueños, fue la de mi amigo Andrés, que vive a ratos en Tenerife y a ratos en La Gomera, y que, serio y sin decir palabra, nos miraba a todos tomándose un whisky con toda su calma. Al final, en un momento en que se hizo un silencio después de tanta excitación, dijo:

“Yo de islas estoy hasta los c……. ¡Si al menos fuera una península…!”  

martes, 24 de agosto de 2010

Transformación





Me ocurrió este verano. Estaba tendida en la arena de la playa, después de un baño reconfortante en un mar que se estaba encrespando por momentos. Había bandera amarilla pero, por el lado de las rocas, estaba ya puesta la bandera roja.

Yo oía, porque no me quedaba más remedio, al socorrista de la playa –nada que ver con Los vigilantes de la playa de la tele- que hablaba con un extranjero. No sé por qué, hay algunos paisanos que creen que con los de fuera se tiene que hablar a grito pelado y con infinitivos, como en las películas de indios. Así que yo, y cuantos estaban en un radio de 20 metros, nos enterábamos de que se había separado y de que se había quedado sin casa y sin coche.

- MI EXMUJER SER DE CHÍO –decía- Y LAS DE CHÍO SER MUY CUADRADAS.

¿Cuadradas?, pensaba yo, divertida.

- ELLA DECIR VEN, YO IBA. ELLA DECIR VETE, YO ME IBA…

Y allá estaba yo (y todos los de alrededor) tan entretenidos oyendo el serial, mientras el extranjero le contestaba en perfecto español que lo que tenía que hacer era buscarse 3 o 4 mujeres a la vez, cuando le oí una exclamación.

No tuve casi tiempo de ver lo que pasaba. En el extremo de la playa, muy cerca de las rocas, un adolescente con síndrome de Down, en un flotador, era arrastrado hacia ellas por las olas cada vez más grandes. En menos de un minuto el socorrista ya había volado, se había quitado la camiseta, que dejó sobre la arena, y, nadando con una agilidad asombrosa, se acercaba al niño en medio del oleaje. Cogió el flotador y lo vi acariciarle la cabeza mientras lo llevaba a la orilla donde lo esperaba su madre (que no sé en qué estaría pensando al dejar a su hijo campar en mares procelosos, que dirían los palmeros).

Todo fue un visto y no visto. Cuando el socorrista volvía como si nada hubiera pasado, hasta más alto parecía. Ya no era aquel tipo medio ridículo que contaba su vida. Había sufrido a mis ojos una transformación, una metamorfosis tan increíble que ahora lo veía como una mezcla de Tarzán y de Supermán, un superhéroe capaz de jugarse la vida por un desconocido. Ya sé que ese era su trabajo, pero muchos, ni por un millón de euros, seríamos capaces de hacer algo así.

Y me quedé pensando (y probablemente todos los de alrededor también) en las falsas impresiones a primera vista, en los juicios precipitados, en el paso tan breve que puede haber de una comedia a una tragedia, y en la miseria y grandeza del ser humano. 

martes, 17 de agosto de 2010

Lluvia de estrellas




Mi padre recordaba siempre una noche, de niño, en la que vio una lluvia de estrellas. Pero no una estrella fugaz ahora y otra más tarde, no. Era una verdadera lluvia, 20, 30 o 40 estrellas una tras otra en la noche quieta. Y, cada vez que lo contaba, los ojos le volvían a brillar con la ilusión de aquel que ha visto algo mágico.

He pasado muchas noches en el Teide esperando ver el milagro que mi padre vio. La última, en este agosto cálido que en esas alturas se vuelve frío. Con mis hermanos  y algunos amigos caminábamos por esas cumbres hablando en voz baja de esas historias que se cuentan en noches oscuras. Hablábamos de veranos lejanos -en una de las casas del Portillo o en pueblos, cuando se sacaban las sillas a la puerta después de cenar- y del recuerdo de aquellas noches luminosas. Contábamos experiencias de objetos voladores no identificados, mi marido y yo de cuando él estaba en el Astrofísico o un amigo, de unas fiestas en Valverde en las que vieron una luz extraña y quieta sobre ellos durante largo rato. Incluso alguien habló de unos seres altos y vestidos de blanco (¿vestidos de blanco?) que habitan en el subsuelo de Tenerife y que unos obreros vieron una vez en Güimar al cavar un pozo…

Caminábamos con calma por los caminos de las Siete Cañadas, teniendo sobre nuestras cabezas la Vía Láctea, la espina dorsal de la noche, como la llamaban los antiguos. A un extremo estaba Scorpio con Antares, el corazón del escorpión, latiendo, amarillo. Al otro Casiopea, la W del cielo. No vimos esa noche a Orión, el cazador, persiguiendo a las Pléyades. Júpiter, el rey, brillaba intenso pero Perseo y sus hijas, las Perseidas, las estrellas fugaces, se resistían a aparecer.

Al final no vimos la lluvia de estrellas de mi padre. Tal vez sólo una docena, brillantes y espaciadas, y algunas, apenas vislumbradas, que dejaban una estela tenue en el cielo. Pero ver, a la subida, el sol ponerse detrás de la Caldera de La Palma sobre un mar de nubes; dibujar el perfil oscuro del Teide en compañía de la luna creciente y de la estrella de la tarde; caminar sintiendo en la cara el aire de la noche; ver a lo lejos luces que se acercaban en la oscuridad y cruzarnos con los peregrinos que desde Guía, Playa de San Juan o El Tanque iban hacia Candelaria (¡Buen camino!, les decíamos); tenderte en el suelo de Las Cañadas en la madrugada con los ojos maravillados hacia arriba… tuvo suficiente magia como para poder contarles alguna vez a mis nietos: “Yo una noche subí al Teide a ver una lluvia de estrellas…” 

martes, 10 de agosto de 2010

Una boda alemana




Hace 4 años, en julio, formé parte del cortejo de una boda en Alemania. Y allá me fui con mi sombrero y mi flor fucsia.

"No hay parto sin dolor, ni hortera sin transistor”, decíamos antes, aludiendo a esos insufribles personajes que nos hacen compartir, a todo trapo, en playas y montes, sus gustos musicales. Y a este sabio refrán yo añadiría: “Ni hay un viaje al extranjero sin su boda y su cortejo”.

Porque es verdad, mira que hemos visto novios y casorios al completo cada vez que salimos por ahí. La más colorista y divertida fue una boda de negros en Toulouse, con diez damas de honor preciosas, todas vestidas de colorines, tirando corazones rojos de papel sobre los novios. La más fantasmal, una en el norte de Hungría, en la catedral de Esztergom, en la que una comitiva de novios e invitados pasó por el centro de la inmensa iglesia, en silencio y a toda velocidad, para desaparecer cuando llegaron al lejano altar como si éste se los hubiera tragado. La más húmeda, una en la que los novios y el cura, vestidos de punta en blanco como corresponde, se metieron en el mar hasta la cintura, en una playa del norte, mientras los invitados, más prudentes, aplaudían desde la orilla.


Hemos visto colas de novios esperando para fotografiarse debajo del reloj de la Plaza Vieja de Praga y hemos fotografiado a todas esas novias guapísimas y, a veces, apuradísimas ante tanta expectación. Pero por primera vez este mes de julio he formado yo parte del cortejo de una boda en el extranjero y he sido yo la fotografiada por los turistas. Para estar a la altura, me agencié un sombrero negro con una flor fucsia, que parecía talmente la Reina de Inglaterra en las carreras de Ascot .

¿Qué decir, pues, de una boda en tierra extraña de la que una forma parte? Tengo una amiga eslovena que me contó que en su pueblo la novia y su familia esperan dentro de la casa a que el novio, que viene con los suyos, toque a la puerta y diga: “Vengo buscando a una chica muy bonita para casarme con ella”. Entonces sale la más vieja de la familia, vestida como una bruja, y dice: “¡Yo, yo!”. Pero el novio insiste e insiste y al final sus esfuerzos se ven recompensados porque le entregan a la novia con panegírico incluido: que si es guapa, que si habla tantos idiomas, que si tiene tal carrera…

Yo me esperaba también algo así de exótico en Freiburg, esta ciudad de la Selva Negra alemana donde mi sobrino Jesús se casó con su novia de siempre, Corina. Pero, en principio, la boda fue divertida, entrañable, llena de ¡qué vivan los novios! y de ¡que se besen!, orden esta última que, con una paciencia infinita, cumplían obedientemente los novios. Es decir, fue una boda como todas las bodas españolas.

Excepto, claro, que hubo dos bodas, la civil y la religiosa, y en las dos hubo su correspondiente bebida y comida, servidas con la prodigalidad alemana (un kilo y medio más a la vuelta ¡Uf!).


Excepto que los novios tuvieron que aserrar entre los dos, bajo un sol inclemente, un pedazo de tronco, como símbolo tal vez de que en el matrimonio no queda más tu tía que afrontar los retos (y sudar) a dúo.

Excepto que, según una leyenda de Freiburg, aquel que mete el pie en alguno de los canalillos de agua clara y limpia que surcan el centro de la ciudad, se queda para siempre allí. Con lo cual, las friburguensas, como me confesó Corina, se ven obligadas a darles un empujoncito a sus novios, como quien no quiere la cosa.

Excepto que el baile fue antes que la tarta y los postres, lo cual, bien mirado, viene muy bien para hacer la digestión y sentar las madres.

Excepto que hubo test a los novios con preguntas comprometedoras, manualidades (un cuadro a pintar entre todos, barquitas de papel con deseos para los novios y velitas que se fueron hundiendo poco a poco en el laguito que había a la salida del restaurante…) y corazón de fuego, y fuegos artificiales, que me encantan.

Así que realmente sí que fue distinta y, sin ser la de Chelsea Clinton, que también se ha casado ahora, fue bastante internacional: una japonesita con su quimono, un chico de Sudán con su turbante o una canaria, yo, con mi sombrero.

Y para el verano que viene tengo otra boda en Londres. Voy a empezar desde ya a buscarme otro sombrero.


(Para Jesús y Corina, cuya hospitalidad, paciencia y generosidad con 50 vociferantes y escandalosos parientes canarios que fuimos a la boda, nunca podremos agradecer lo bastante) 



martes, 3 de agosto de 2010

Sabores perdidos




Era una imagen habitual en mis tiempos muy mozos la de las lecheras por la calle con la cántara en milagroso equilibrio sobre las cabezas y, por supuesto, recibirlas en casa. Como quien dice, de la vaca a la taza. Recuerdo los cuencos de nata que mi madre recogía después de hervir la leche y los riquísimos resultados, unos bizcochones esponjosos que sabían a gloria. También recuerdo, eso sí, que, cuando las lecheras llegaban, mi madre, previniendo la picaresca que creo que era mucha, metía en la leche un aparatito que medía si le habían añadido agua.

Muchos años después, en un verano, con los hijos ya crecidos, alquilamos una granja en el corazón del Perigord, en la Francia profunda. El pueblo más cercano tenía 200 habitantes y nuestros vecinos eran los dueños de la granja, que todos los días llevaban a pastar a las vacas. Nos vendían la leche y nos regalaban tomates y huevos. Me reencontré entonces, como si fuera una revelación, con el sabor olvidado de la leche de mi infancia.

Hay una escena en una película deliciosa de dibujos animados, “Ratatouille”, a la que llevé a mis nietos para disfrutarla yo sobre todo, que me recuerda todo esto: un crítico gastronómico espera, escéptico, a ver con qué plato lo van a sorprender y le sirven ratatouille, una especie de pisto. Al probarlo, sus ojos se agrandan y se llenan de deleite anticipado y se ve a sí mismo, pequeño, en la cocina de su madre, aspirando y gustando los aromas y sabores de su niñez.

Alguna vez en nuestras vidas aparece un atisbo de lo que fueron esos sabores perdidos y, tal vez, nunca olvidados: los merengues y marquesotes de mi abuela materna, la carne que nos ponía mi madre los domingos -¿por qué sabía distinta a la de ahora?-, el Orange Crush que tomábamos de vez en cuando en Los Paragüitas o en la Plaza de Weyler con almendritas saladas, el arroz amarillo de mi abuela paterna, las sopas de miel de carnavales…

“Nostalgiosa tengo el alma”, dice la canción. Tal vez la nostalgia consiste sobre todo en eso: cerrar los ojos y tener en la punta de la lengua, como si se fuera a hacer presente, un sabor perdido que ya pertenece al pasado. 
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