martes, 27 de julio de 2010

Mareando hasta la perdiz




La verdad es que, si la naturaleza hubiera querido que viviéramos en el mar, nos habría hecho con aletas, escamas, branquias y, lo más importante, con un cerebro a prueba de bamboleos de olas que vienen y van. Todavía me acuerdo de un viaje que hice a los 7 años, en el año 55, a la Bajada de la Virgen de La Palma, en uno de aquellos correíllos infames que hacían el trayecto desde Tenerife. Ahora que lo pienso, mira que mis padres eran noveleros. A quién se le ocurre embarcarse con 3 niños pequeños y una abuela en una cáscara de nuez repleta de gente (porque los palmeros, antes y ahora, no se pierden una Bajada de la Virgen ni que los maten). El barco se movía tanto, hacía un calor tan grande y había un olor tan nauseabundo que decir que mareamos es un eufemismo. Unos melocotones en almíbar que alguien me ofreció generosamente me duraron en la barriga el tiempo de un estornudo. Desde entonces no he vuelto a la Bajada y no como melocotones en almíbar.

Pero claro, viviendo en una isla, no nos queda más remedio que subir de vez en cuando a un barco. Por ejemplo, cuando fui con mis alumnos a finales del año 71 otra vez a La Palma a disfrutar de un espectáculo excepcional: la erupción del volcán Teneguía. Entonces una era lo suficientemente joven para atreverse a tanto (y no lo digo por el volcán). Por supuesto, mareé a la ida y mareé a la vuelta y, cuando después seguí una semana más mareando, me di cuenta de que no todo era achacable al mar: tenía un embarazo de narices.

También he hecho el trayecto Tenerife-Cádiz unas 4 veces, siempre dopada con Biodramina hasta las cejas. Pero era un papelón quedarse dormida en medio de cualquier conversación con amigos.

Y mira que nos han querido vender las bondades de los cruceros. Como en aquella serie de los años 70, “Vacaciones en el mar”, en el que todo eran ligues a bordo, cenas opíparas en la mesa del apuesto capitán, bailes al anochecer y atardeceres de ensueño. No nombraban, no, el mareo, ni la claustrofobia, ni las tormentas marinas que pueden hacer bailar al barco al ritmo del cha-cha-chá. No se recordaban allí las vicisitudes de Ulises que caía de un peligro a otro, de una sirena a un Polifemo. O, poniéndonos más actuales, las noticias del marzo de este año, que hablaban de una ola que rompió los cristales ¡de la quinta planta! de un crucero, o de 50 barcos que quedaron atrapados por el hielo en el mar Báltico.

Hace un tiempo recibí un e-mail en el que una jubilada aconsejaba pasar la jubilación de crucero en crucero. Costaba lo mismo que una residencia, decía, y siempre habría barcos que zarparan con destino a Australia, Sudamérica o Hawai. Espectáculos todas las noches, jabones gratis y gente diversa eran, entre otros, los atractivos de esta jubilación de lujo. Y, como colofón, si te morías, al mar y sin gastos.

Vista así la cosa, y suponiendo que una tuviera el estómago de un lobo de mar, no estaría nada mal. Pero me da que voy a pasar. No es cuestión de cenar todas las noches tortilla de biodramina. 

martes, 20 de julio de 2010

Un gol metafísico


Hace 4 años, ante el gol de España en el Mundial, me puse metafísica y hablé del dilema: ¿Sobriedad o desmelene?

Nietzsche, según mis alumnos, es un filósofo al que, de vez en cuando, se le iba la olla. Todavía me acuerdo una vez que uno de ellos, cuando yo les explicaba la teoría del superhombre, me dijo: “No sé, no sé, profe, pero a mí ese superhombre que ni vuela ni nada…”. Aparte de eso, el caso es que Nietzsche tuvo también muchos destellos de sabiduría que lo hacen uno de los filósofos más geniales que han existido.

Él fue quien dijo que en el alma humana coexisten dos principios, dos fuerzas, a cual más distinta, luchando entre sí. Una es lo irracional y lo instintivo que nos hace apasionarnos y desmelenarnos. Es el animal que llevamos dentro y que, si lo dejamos suelto, puede hasta rugir. Tipo, por ejemplo, los brincos que vemos en cualquier concierto de Metallica o los gritos en el Congreso de los Diputados.

La otra es la serenidad, la moderación, la razón poniendo las cosas en armonía. Un ejemplo podría ser Phíleas Fogg , el protagonista de “La vuelta al mundo en 80 días” de Julio Verne, que, ante las mil perrerías que le pasan, a lo más que llega es a levantar una ceja.

Mi Jane Austen, tan sagaz ella, también se dio cuenta de esas dos formas de ser y las plasmó en dos de sus heroínas, Elinor y Marianne, las protagonistas de “Sentido y sensibilidad”. Las dos se llevan el gran chasco amoroso, las dos constatan que los hombres no son de fiar y que, por menos de nada, se largan a por tabaco. Pero, mientras Elinor se comporta como una dama victoriana, “con una imperturbable serenidad”, no dejando traslucir toda la indignación que tiene por dentro, Marianne se desespera como una ménade, reniega del mundo entero y llora a moco tendido.

Y, mira tú por dónde, también en el Mundial, ante el gol más famoso de los últimos años, hemos visto las dos actitudes. Por un lado, Vicente del Bosque, que se limitó a apretar los puños como diciendo ¡Bien! y siguió paseando como quien no quiere la cosa, parecía un sabio estoico de aquellos que decían: “Si el mundo se derrumbara a mi alrededor, sus ruinas me encontrarían impávido”. Séneca o James Bond, por poner otro ejemplo de personas que, aunque salten de un avión en llamas, no se les mueve ni un pelo, hubieran reaccionado igual.

Y, por otro lado, el resto de la humanidad, yo incluida, que, un pelín exagerados, gritamos, saltamos, lloramos, reímos, nos abrazamos, nos achuchamos, agitamos banderitas, tiramos cohetes y berreamos ¡¡¡que viva España!!! (¡hip!) como posesos, dejándonos arrastrar por la desmesura de la que Nietzsche hablaba.

No me imaginé nunca que un balón pudiera tener tanta metafísica dentro.  

martes, 13 de julio de 2010

¿Y cómo no hablar de fútbol?




Cuando le dije hace unos días a mi marido que hoy iba a escribir del Gran Tema de estos días, me dijo: “Pero si tú de fútbol no tienes ni idea, si no ves un partido entero desde aquella vez que fuimos a ver al Tenerife…”. Y tiene en parte razón: no veo un partido entero desde entonces, allá por los años 80 en que una era joven e influenciable. Y también es verdad que del fútbol lo único que me gustan son los goles, aunque sospecho que eso es lo que les pasa a todos: no compensaría sufrir tanto viendo a 22 personas correr como locos tras un balón si eso no estuviera coronado con un gol.

Pero ¿cómo no hablar de fútbol, ahora que “somos” campeones del mundo, ahora que, cuando se habla del partido, nadie dice ¿qué partido?, ahora que hasta parece que la Bolsa, ese ente incomprensible, puede subir con un gol de Iniesta? Una vez, en clase, comparé a Platón y a Aristóteles con dos entrenadores de fútbol, cada uno con una técnica distinta, y uno de mis alumnos me dijo: “Es lo más interesante que he oído en filosofía”. En estos momentos parece, además, que el fútbol es lo más interesante en el mundo.

Y, por otra parte, es imposible no estar enterada del tema. El domingo, que fui a bañarme a Bajamar, las conversaciones que oías al pasar sólo hablaban de las posibilidades de Holanda y España para ganar (todos parecían superespecialistas) y de ¿Y tú dónde vas a ver el partido? Es imposible no estar enterada del tema cuando he tenido a mis sobrinos vestidos de magos en Johanesburgo, a sufrir en vivo y en directo. Es imposible no saber lo de la pantalla gigante en La Concepción de La Laguna para terminar la Romería de San Benito con una apoteosis.

Así que algo sé de fútbol: sé lo de las vuvuzelas y espero que no lo sepan mis nietos; sé lo del pulpo “zahorino”, que diría mi abuela, que esta vez se ha lucido para no acabar a la gallega; sé lo de Pedrito el de Abades, camino de convertirse en héroe aquí en Tenerife; sé hasta que Kaká, después de que lo expulsaran en el partido contra Costa de Marfil, dijo: “No puedo decir lo que mi abuela comentó del árbitro cuando me expulsó, pero fueron palabras muy duras”, con lo cual, ya saben, cuando necesiten decirle a alguien cuatro frescas y su educación no lo permita, pueden decir: “¿A que te mando a la abuela de Kaká?”.

No se puede estar de espaldas a la realidad y, por eso, he visto después de 30 años el partido. Y, si uno se pone muy nervioso con el fútbol, puede, como he hecho yo en este Mundial, no verlo y pasar de vez en cuando por donde los demás se están bebiendo las cervezas y mordiéndose las uñas, y preguntar, temblorosa: “¿Quién va ganando?”. Aunque, si es España, muchas veces lo sabes antes porque oyes los cohetes en todo el valle del Portezuelo.

Tal vez, sin embargo, lo más interesante haya sido ver cómo todo el mundo se ha unido en una piña, el entusiasmo contagioso, las cacho banderas españolas que han sacado sin ningún rubor en bares y balcones, el oír decir “hemos ganado”, como si fueran el mismísimo y genial Casillas o el estoico e imperturbable Del Bosque. Una de mis primas, no futbolera también, me contó que el sábado 3, en el que se jugó el Alemania-España, aprovechó la hora del partido para ir a El Corte Inglés, en un Santa Cruz en el que todos habían sido abducidos por extraterrestres. Y, cuando estaba haciendo sus compras, empezó a oír un rumor creciente, propagándose de un dependiente a otro: España marcó un gol, España marcó un gol… Y terminaron aplaudiendo todos en la planta, dependientes y clientes, incluso con algún abrazo y todo.


Algo parecido vivimos este domingo, 11 de julio, y esta semana los españoles estamos un poco más contentos. ¿Ven? Los romanos, cuando decían aquello de “pan y circo”, sabían de lo que hablaban.

(En la imagen, la foto más recordada de los mundiales de hace 4 años)

martes, 6 de julio de 2010

Porque me nace




Porque me nace” es una frase que dicen mucho en La Palma y que va mucho más allá del materialista “porque me lo pide el cuerpo”, del borde “porque me da la gana”, del categórico “porque sí y punto”, del paternal (y maternal) “porque lo digo yo” o del grosero “porque me sale de allí”.

La expresión “porque me nace”, mucho más dulce, como no podía ser menos entre palmeros, parece situar la causa de nuestras acciones en un impulso interior y espiritual, casi genético, afín a nuestro carácter y personalidad, y que parece unir todas las razones en una.

A mí hay cosas, claro, que no me nacen: las fiestas multitudinarias, las películas de miedo, una conversación con intolerantes, los trabajos con fechas fijas, el ruido, los programas de tele con gente vociferando, las corridas de toros, la mantequilla y ¡oh, blasfemia! el fútbol.

Pero ¿por qué me quedo yo hasta las tantas de la noche enganchada a un libro, aun sabiendo que tengo que levantarme mañana temprano?

¿Por qué me empeñé durante unos años predigitales en “editar” una revista, “La Gaceta de Help-City”, contando eventos, malos o buenos, protagonizados por los amigos durante el año para repartírsela en una comilona por navidad, con el trabajo que me daba recortar, buscar, pegar y redactar todo a nivel artesanal?

¿Por qué me meto en tinglados y tenderetes con más de 20 personas, si desde una semana antes estoy ya haciendo listas de comidas, bebidas y sorpresas varias?

¿Por qué me encargo yo de comprar, empaquetar y poner hasta poemas en los regalos de Reyes de toda la familia, con lo poco que me gusta conducir, las aglomeraciones y los comercios?

¿Por qué me voy de vez en cuando a un concierto, a un teatro, a un cine, o, más lejos, a otras ciudades del mundo, con lo bien que se está en casita?

¿Por qué me apunté enseguida en el Instituto al CFR (Comité de Festejos y Regocijos) y aún hoy, ya jubilada, sigo siendo miembro emérito, si nunca he sido de estar en comités?

¿Por qué me presto gustosa a cuidar a mis nietos siempre que quieran (excepto los viernes que son sagrados), si te tienes que dedicar en esos momentos a ellos en cuerpo y alma y olvidarte de lo que tú tienes que hacer?

¿Por qué todos los sábados y lunes escribo un post (y con éste van 205) en este blog?

De todo esto no hay más que una sola razón: porque me nace.
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