Dicen que la Filosofía empezó cuando a gente ociosa (no sé si jubilados o no)
les dio por hacerse Preguntas. Pues bien, yo, ahora que tengo tiempo, me voy a
poner tal que así, igualito que El pensador de Rodin, y me hago a mí
misma unas cuantas Grandes Preguntas existenciales que me están intrigando. Pero
nada de “de dónde vengo y a dónde voy”, que parecería que estoy en la estación
del tranvía en mis días despistados, no, sino algunas preguntas de más enjundia
sobre grandes misterios de la humanidad.
Por ejemplo, ¿por dónde andará la materia oscura que hay en el universo y que
dicen que está en paradero desconocido? ¿Se estarán refiriendo en realidad al
dinero negro?
O ¿quién fue el primer ser genial que puso los puntos sobre las íes? Sé que
fue allá por el siglo XI, pero nombres, nombres, por favor.
O, con toda la gimnasia que hicimos juntas las niñas del colegio, 10 años
haciendo tablas al compás de aguerridas canciones, el sábado, que me volví a
reunir con ellas y nos fuimos todas a un aquagym, ¿cómo es posible que
estuviéramos tan mal sincronizadas, una pierna para Arafo y la otra para
Granadilla, que cualquier parecido con “Escuela de sirenas” era pura
coincidencia?
O más interesante todavía: ¿por qué en un viajito de 5 días se ganan los 3
kilos que ha costado bajar 3 meses?
O también el misterio de qué lógica habrá en la cabeza de mis nietos, cómo
funcionan sus nexos neuronales para dar lugar a una conversación tan surrealista
como ésta:
Imaginen, hora del desayuno, en casa de los abuelos. Mi marido, al que a esas
horas le da el místico, suspira y dice: “¡Ay, Dios mío!”. Mi nieto, el
Terrorista, lo mira y le dice: “No digas “¡ay, Dios mío!” porque la mamá de
Bruno tiene una planta que come moscas”.
“¡Sí! –dice Susanita- y nosotros estuvimos cogiendo moscas para alimentarla”.
Abuelo, intentando reconducir lógicamente el asunto: “¿Y qué tiene que ver
eso con que yo dijera “ay, Dios mío?".
Terrorista, que ni caso: “Bruno tiene unos anteojos de juguete pero son como
los de verdad”.
Susanita, rematando: “Y el papá de Bruno estaba pintando la pared del
comedor”.
Abuelo, dale que dale con la lógica: “¿Entonces era él el que decía ¡ay, Dios
mío!, mientras pintaba?”.
Los niños se miran, menean la cabeza y ponen ojos en blanco.
Por supuesto, a mí no se me ocurre a todo esto decirles que en la mesa del
desayuno no se habla de cochinadas, como moscas y esas cosas, tan entretenida
estoy ante la sugestiva conversación. Pero, claro, lo que pasa con este tema de
las Grandes Preguntas es que suelen dar un ligero dolor de cabeza (por eso El
pensador la tiene apoyada) y que, además, no hay nunca respuestas concretas
a ellas.
Así que yo, igual que los grandes filósofos, me salgo por la tangente y
termino diciendo, como ellos, que en Filosofía las preguntas son más importantes
que las respuestas. Y quedo como una reina, sin haber resuelto nada pero
sintiéndome una intelectual. Y no veas lo que eso viste.