Empédocles, que tenía nombre de cura palmero (¡Don Empédocles, la
bendición!), en realidad fue un filósofo griego que vivió hace 26 siglos. Y si
él pudiera desde los celajes echar un vistazo a nuestro planeta y sus
catástrofes naturales en este primer cuatrimestre del año 2010, creo que le
daría un alegrón ver que tenía razón: realmente los que mandan en la Tierra, la
última explicación a todo, son los cuatro elementos, el agua, la tierra, el aire
y el fuego. Los vería triunfar por todas partes, ante las atónitas miradas de
los hombres que, viviendo de espaldas a la naturaleza, creen, ingenuos, que son
el rey del mambo.
El agua ha hecho sentir su presencia sonora, cayendo del
cielo sobre nuestras cabezas, como en un cómic de Astérix, desbordando ríos e
inundando campos y casas.
La tierra ha temblado demostrando su fuerza, indiferente al
dolor y a la pérdida, en lugares tan distantes entre sí como Haití, Chile y
China.
El aire ha aullado arruinando cosechas y encrespando los
mares.
Y el fuego se afirma, acechando siempre ahí, aunque no
queramos saberlo, presto a surgir por alguna boca volcánica de impronunciable
nombre islandés, provocando el caos.
Son como dioses antiguos, les cuento a mis nietos, van a lo suyo y ni se
fijan en los humanos-hormiguitas, frágiles y asustados.
“¿Y no pueden ser amigos nuestros?”, me preguntan ellos.
Bueno, les digo, a veces nos hacen un guiño cómplice, un cariñito, una
sonrisa.
Hemos chapoteado en febrero ¿se acuerdan? con botas de agua en los charcos de
lluvia. Y ahora que viene el buen tiempo, jugamos con las olas en el
agua clara del mar.
Este mes hemos traído verduras para sembrar en la huerta: lechugas,
berenjenas, pimientos, puerros, tomates, judías, cilantro, albahaca… Y
la tierra, generosa, las ha hecho crecer.
El aire, limpio tras la lluvia, nos despeina, nos refresca,
nos ensancha el alma.
Y el fuego de la chimenea o de las velas en la mesa nos
acompañó en las tardes frías, acogedor, dulce y cercano.
¿Ven? Toda la naturaleza es como Shrek: un ogro que a veces pone una cara
amable.
Pero nunca, nunca, se fíen completamente ni de los dioses ni de los ogros.
Porque en el momento menos pensado, van y te sueltan un bufido.