domingo, 31 de enero de 2010

Regalos de domingo


Los domingos siempre han sido pequeñas cajas de sorpresa en el fondo de las cuales se esconde un regalo.

En mi infancia, el regalo estaba en el sabor de los churros que comprábamos a la salida de misa para el desayuno y en los paseos por la tarde con mis padres, vestidos todos “de domingo”, hasta la plaza de España y el muelle, para ver romper el mar contra los diques y a los barcos alejarse hacia otras tierras.

En los años de universidad en Madrid, el olor de los domingos muchas veces era el de los libros antiguos de la Cuesta de Moyano, adonde íbamos a rebuscar y a encontrar dedicatorias especiales o un poeta desconocido o un libro hasta entonces no hallado y que de repente allí estaba, como un milagro.

Vinieron después otros domingos de caminatas con los niños por los alrededores de la casa, de barbacoas familiares, de baños en el mar y de animados mercadillos, siempre teñidos por la melancolía del final de la tarde, cuando había que ponerse a preparar las clases de la mañana siguiente.

Pero también, ahora que los domingos ya no son tan distintos a los demás días, siempre tienen algo de especial: una calma en el aire, el silencio de las mañanas en las que, al dar una vuelta por el jardín, sólo se oye la brisa en las hojas, la paz que te embarga cuando estás concentrada en preparar una buena comida para cuando lleguen, al mediodía, los hijos y los nietos.

Y algunos domingos, como el de hoy, cuando hay nubes negras en el horizonte y se anuncia una borrasca y el ambiente aparece cargado de amenaza, puede irrumpir de pronto la sorpresa que te hace agradecer al cielo un regalo como éste:



(Foto sacada el domingo 31 de enero de 2010 a las 10,30 de la mañana desde El Socorro, en Tegueste)) 

martes, 26 de enero de 2010

El limbo existe




Sí, sí, ya sé que la Iglesia lo ha eliminado de un plumazo, pero estoy convencida de que el limbo existe. Tiene que haber un no-lugar, fuera del tiempo también, allá por los celajes, al que vayan a parar los propósitos a medias, los amagos, las intentonas, lo imperfecto, lo no terminado.

Allí estarían, seguro, todos los deseos no realizados, como el de mi hija, con 8 años, bajándose de la guagua del colegio y diciéndome como quien ha visto la luz: “Mamá, ya sé qué quiero ser de mayor: señorita de guagua”. 

Estarían las buenas acciones fallidas, como la de mi amiga Ana el primer día de clase en la facultad, agarrando por el brazo, con cara de virtuosa, a un atónito compañero “ciego” (con un ojo medio cerrado pero viendo perfectamente) y dejándolo sentadito en su silla, hala. 

Aparecerían allí todas las cartas perdidas y esos e-mails kilométricos en los que cuentas a los amigos tu vida y costumbres y que se pierden sin más por los aires límbicos sin que nadie sepa jamás adónde han ido a parar; todos los besos no dados, no sólo los de amor, sino también esos otros en que te acercas a saludar con los labios ya fruncidos como un piñón y preparados para el besuqueo, y la otra persona no se percata y sigue a lo suyo mientras tú te recompones como puedes; todas las palabras no pronunciadas, todas aquellas que te tragas porque eres muy fina o no dices porque en ese momento no se te ocurren con la contundencia que quisieras…

Estoy segura de que, si pudiera llegar al limbo, allí encontraría, por lo menos, dos hechos concretos:

Uno es el del filósofo Hume que allá por el siglo XVIII escribió una sesuda obra que él pensó que iba a ser el boom del siglo y que se la iban a criticar por activa y por pasiva. Entonces preparó de antemano y minuciosamente todos los argumentos que él contestaría si le decían esto o aquello. No le dijeron absolutamente nada.

Y el otro hecho es personal. Imagínense, yo, de adolescente, en esa edad en la que hasta rascarte la nariz te da vergüenza. Desde la guagua veo por la calle a una amiga francesa que sé que se va a ir al día siguiente, y, sin pensarlo, sacó medio cuerpo por la ventana y, ante la mirada perpleja de los demás pasajeros, vocifero: “¡¡¡Orvuar!!!”. Y ella no me vio ni me oyó.

Diga lo que diga la Iglesia, tanta energía, tanto esfuerzo, tanta frustración y tanto bochorno tienen que haber ido a parar a algún sitio. Vamos, digo yo.

(En la imagen, Virgilio y Dante en el Limbo. Divina Comedia de Dante, ilustración de Gustavo Doré)

martes, 19 de enero de 2010

Luminosas palabras




Una de las preocupaciones que sigo teniendo de mi época de profe es corregir las faltas de ortografía. Oye, es que veo una -en libros, en periódicos, en cartas- y se me van las manos al lápiz rojo sin querer. Es como si viera un basurero en medio de Las Cañadas, un manchón en el cuadro favorito, una cucaracha en el salón: algo que no soportas y que te salta a la vista, lo quieras o no. Todavía recuerdo un “qomo” y un “habéses” en el que es difícil reconocer el “a veces”: 5 faltas de ortografía de una tacada, casi un récord.

Sé que parece absurdo en esta época en la que los mensajes de móvil se han convertido en una jerga incomprensible, sin vocales, sin h y llenos de k. Pero es algo que no puedo evitar, grabado a sangre y fuego en el cerebro desde los años de colegio, en los que en el examen de ingreso, a los 9 años, no nos dejaban pasar a Bachillerato con faltas de ortografía.

Es algo que, además, puede condicionar nuestra vida. Una vez, de jovencita, recibí una carta de amor con 20 faltas de ortografía y, aunque detrás de aquella carta podía haber un corazón puro y unos ojos preciosos, no pude superar un “te hamo”. Ni le contesté.

Mirando hoy a mi nieta, con la punta de la lengua fuera, poniendo por escrito todas las cosas que ve, estrenando ese regalo que es la escritura, recuerdo la lata que yo, a los 3 años, le daba a mi madre -con quien aprendí a leer y que cada día me enseñaba una letra- para que me enseñara otra y otra y otra.

Sigo ahora pensando que el lenguaje -y con él abarco el lenguaje bien escrito- es uno de los bienes mayores concedidos a los hombres, algo que hay que cuidar como oro en paño. Con las palabras podemos herir pero también curar, amar, imaginar, soñar, pensar. Un buen libro, una reflexión luminosa puede alegrarnos un día gris. Como dicen estos versos de Ida Vitale:

“Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Un breve error
las vuelve ornamentales” 

martes, 12 de enero de 2010

La huelga de los objetos




No sé si a ustedes les pasa pero a mí por lo menos, de repente, en esta entrada de año, se me están poniendo en huelga los objetos. Y, además, una huelga encubierta, a lo zorrito, tipo controlador aéreo.

De pronto, al reloj se le empieza a caer la cadena. La primera vez fue en la playa. Ves un brillo en la arena y dices: “¡Anda, qué suerte, una cadena de plata igual que la mía!”. Y tan igual. Es la mía. Lo llevas al relojero, te lo arregla, se te vuelve a caer, te lo arregla… y, así, hasta cuatro veces en que te anuncian que se te seguirá cayendo.

Después, el móvil, que me acaban de mandar por los tropecientos puntos que tengo (yo soy muy de hablar), cada 20 horas se me descarga (se muere, dicen). Y el teléfono normal funcionando con sordina, oyéndoseme tan lejos que mis amigos preguntan si me fui a Madagascar.

El horno, después del cordero de nochevieja, parece que dice que ese fue su canto del cisne y que hasta aquí hemos llegado.

El ordenador, que yo creía tan amigo desde que me pego unas partidas de rummy con él, se debe haber mosqueado por las palizas que le doy porque empieza a rezongar. Cuando mis hijos, los sabios, lo ven, diagnostican: “Es que ya es muy viejo”. ¿Muy viejo con 4 años?

Un microondas, que me regaló mi hija hace un año para cuando ella viene (porque yo no lo uso), de repente ha dejado de funcionar. Cuando le pregunté a un técnico dónde podría arreglarlo, va y me dice: “Sí, mire, coja la autopista del Sur y, cuando llegue cerca de Granadilla y vea el cartel del PIRS, vaya allí y tírelo directamente”.

Lo último ha sido el escáner. Funcionaba tan bien y, ahora que lo necesité para mis cartelitos de las fiestas, no me escanea y me pone una explicación en inglés (¡a mí!, que ya saben que no duyuspiquinglis), con lo cual su huelga es más sofisticada y cosmopolita.

¿Qué les está pasando a las cosas? ¿Por qué no aprenden de mi volkwanguito escarabajo, tan resistente y sufrido él, que en el 2010 cumple 40 años y ahí está al pie del cañón, como un jabato? ¿Querrán una jubilación anticipada, temprana y cómoda, y no como la mía después de 38 años trabajando? ¿Querrán terminar la década botados a la bartola sin dar gongo? ¿Se deberá todo, como dice mi amigo Miguel Ángel, a la innata mala leche de la materia inanimada? ¿Y por qué les ha dado por rebelarse y ponerse en huelga todos a la vez al estrenar el año? ¿Estarán organizándose en un sindicato?

¡Qué miedo! 

martes, 5 de enero de 2010

Sobre la colina




Casi todos mis amigos andan ya rondando los 60, y quien más quien menos tiene un achuchón. Daniel, a quien antaño recogíamos para ir a trabajar, zombi pero entero después de una noche de farra y carnaval, dice ahora que sus análisis no le permiten ni una simple comidita con los amigos. Mingo, que tiene su casa llena de naranjos y de un vinito de la zona de Las Riquelas, en La Matanza, que te puedes morir, no puede ni comerlas ni beberlo por problemas de esófago. Todos tenemos dolores (de cintura, de piernas, de cuello…) y casi todos hemos pasado por quirófanos ¿Qué se ha hecho de los viejos rockeros?
“Y pensar que por dentro soy igualito a Robert Redford…”, decía un viejo chiste en el que se veía a un hombre muy feo mirándose al espejo. Nosotros, parafraseándolo, diríamos: “Y pensar que por dentro tenemos 20 años…”
Cuando yo cumplí los 40 (ya era madre de 2 hijos adolescentes de 16 y 13 años), mi amiga la americana me hizo una fiesta sorpresa “Over the hill”. Los americanos inventan para las fiestas lo que sea: “Over the hill”, sobre la colina, indica que has llegado a la cima y que, desde ahí, todo va a ser cuesta abajo. Los platos, los vasos, los manteles y los globos eran negros, con la leyenda “Over the hill” escrita y, dibujadas, una colina blanca y una cuesta muy, muy larga. Me regalaron también un frasco de píldoras “Over the hill” que todavía tengo y una camiseta que, ay, ya no me sirve. El frasco dice: “Tomar 2 píldoras diarias para controlar etapas de fantasías fosilizadas, gimnasias aborígenes, dificultades prehistóricas, enfermedades medievales-matusalénicas y otros efectos de estar “over the hill”. Y advierte: “Las píldoras pueden estar caducadas, también”. Y la camiseta, negra por supuesto, tenía la frase: “Tú no eres vieja sino una adolescente reciclada”.
Casi todos mis amigos, cuando son cumpleaños señalados (40, 50, 60…), lo acusan. Hay incluso quien hasta coge cama ese día y no quiere saber nada. Pero la gran mayoría lo celebra con una fiesta por todo lo alto. Yo, por ejemplo, en los 60 hice tres o cuatro. Pienso que la cosa no es “over the hill”, una colina solitaria en el transcurso de los años, sino una gran cordillera. Hay veces que estás en lo alto y otras más abajo, pero siempre caminando, y eso hay que celebrarlo.
Claro que eso no quita para que nos sigamos contando los achaques cuando nos encontramos. Como dice Mingo: “A ver si quedamos un día de estos y nos tomamos un termalgín”.
(Para Daniel y Mingo, con quien tanto he reído y quiero seguir haciéndolo. Y para Manolo, que quizás el día 7 de enero coja cama)  


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