martes, 24 de noviembre de 2009

Los amigos que nunca existieron


Cuando yo era (más) joven, en mis años de colegiala, estaba muy de moda lo de los pen-friends, amigos por carta, generalmente extranjeros, una especie de Tuenti antediluviano, una ventana al mundo más allá de la isla. Nuestra profesora de francés nos animaba a ello con la vana esperanza de que de esa correspondencia acabáramos siendo bilingües y cantando “La marsellesa”.

Yo tuve dos pen-friends. La primera fue una francesita, llamada, cómo no, Mireille, que vivía muy cerca de París, en Epinay-sur-Seine. Tengo todavía, en un álbum dedicado a los amigos de entonces, las fotos amarillentas de Mireille con su gatito, con sus padres, con sus hermanos, en el jardín de su casa, en un veraneo en Normandía… las fotos, en fin, de una familia de franceses a los que no conozco de nada. ¿Dónde andará ma petite Mireille (así se firmaba ella)?

El otro pen-friend era un chico larguirucho y pelirrojo, llamado Teophile, que estudiaba para marino y hacía prácticas en un barco alrededor del mundo. Estas cartas eran más interesantes, sobre todo porque mandaba postales de lugares exóticos, pero quedaron interrumpidas bruscamente cuando mi padre descubrió que se despedía con un “je t’embrasse bien fort” y, en ese tiempo, los abrazos muy fuertes ¡y de un chico francés!, aunque fueran virtuales, se consideraban extremadamente pecaminosos.

Pero eran amigos, como dice Mafalda, de morondanga. Nunca les conté, ni ellos lo hicieron tampoco, lo que pensaba ni lo que quería hacer con esa vida que estábamos estrenando. Nunca supieron de mis miedos ni de mis esperanzas. Las cartas eran una mera lista de actividades e incluso las de Teophile se limitaban a decir algo así como “llegué a Hong-Kong y dentro de dos días nos vamos a Tokio” ¿Imaginó, tal vez, ante los ruidos, olores y colores de un mercado marroquí, estar dentro de un cuento de “Las mil y una noches”? ¿Pensó que la bahía de Sydney era la más bella del mundo? ¿Tuvo aventuras, pasó miedo alguna noche ante un mar encrespado? ¿Se habrá encontrado con piratas o con el capitán Nemo a bordo del “Nautilus”? Nunca lo supe.

Los amigos no sólo son aquellos que nos acompañan en la vida, aquellos con los que hemos vivido experiencias y nos conocen como si nos hubieran parido. No son sólo hombros en los que llorar o carcajadas compartidas y sonrisas cómplices. Los amigos son, sobre todo, aquellos que nos aceptan como somos, con nuestros defectos y majaderías, sin pedirnos que seamos distintos, benditos sean.

Los pen-friends, en cambio, eran amigos perfectos. No les conocimos defectos ni berrinches ni si se despertaban un día de mal humor o, como decía mi abuela, con el culo destapado. Por eso, precisamente, nunca fueron amigos, nunca fueron friends. Yo los dejaría en “simplemente, pen”.


martes, 17 de noviembre de 2009

Día de Santa Cecilia




En el Instituto en el que trabajaba, el día 22 de noviembre, día de Santa Cecilia, patrona de la música, ha sido siempre un día especial para festejar y agradecer ese regalo de los dioses que consiste en unir sonidos y que, en lugar de gritos desaforados (que también, como cuando yo le doy a la copla), te salga una melodía.

Guardo en mi memoria recitales y conciertos preciosos de ese día, pero también una multitud de actividades divertidas que Antonia Mª, la profesora de Música, con la que colaboré muchos años, proponía a los alumnos. Como, por ejemplo, buscar relaciones entre la Música y la gastronomía (recetas como el tournedó Rossini o la Mousse Copeli o las pachangas). O buscar objetos cotidianos y marcas relacionadas con un tema musical, como el gel Fa o la lejía Sabandeña. O descubrir la música en los cuentos y poemas, o en el arte o en los comics. O concursos con jeroglíficos musicales. Recuerdo una exposición de miniinstrumentos y también aquella historia de la música desde la Edad Media hasta Elvis o Michael Jackson con guiñoles de casi medio metro que nos dejó a todos encandilados.

Pero también en mi casa se celebra el día de Santa Cecilia, no porque seamos la familia Trapp, todo el día lanzando gorgoritos, sino porque ese día, hace 34 años (ahora 38), nació mi hijo, justo en el momento en que coronaban al rey. Yo estaba firmemente convencida de que sería otra niña a la que pensaba llamar Elisa. Me decía que, conforme con el día, le pegaría un nombre a quien Beethoven le dedicó una canción, el “Para Elisa”, tatatatachán tatatachán… Y entonces apareció él, con la pachorra que lo caracteriza, con casi 10 meses de embarazo (hubo que animarlo a salir) y 4 kilos y medio de peso. Se pasó dos días sin nombre mientras yo le miraba la carita a ver cuál le pegaba más y las enfermeras me proponían sin éxito Juan Carlos (por el rey), Cecilio (por el día), Sergio (por el médico que le ayudó a salir de una vez) e incluso Eliso (por mi idea inicial).

El caso es que este hijo mío, no sé si por influencia de la santa, me salió con una vena lúdico-musical-jaranera que le hizo, en cuanto fue galletón, armar unas juergas en casa por su cumpleaños, y no precisamente de música clásica, que cada vez que las recordamos, a su padre, a mí y a los (afortunadamente) pocos vecinos que tenemos, se nos ponen los pelos como escarpias.

Me acuerdo de una vez en que me levanté a las 4 de la mañana, legañosa y despelujada, mientras sonaba a toda pastilla el “que la detengan, que es una mentirosa…”, a decirle que por Dios y por cariá bajara la música al nivel del susurro o echara de casa a todo aquel personal vociferante. Y entonces me encontré en el pasillo, haciendo cola para entrar al water, a tres alumnas mías (a las que el lunes siguiente les iba a explicar la ética aristotélica) que me saludaron al más puro estilo Faemino y Cansado: “Hola Jane, ¿tuporaqui?”.

Gracias a Dios, mi hijo ya tiene su propia casa, con un Bonchódromo lo llama él, en el que, si quiere y si le dejan, puede hacer sonar las trompetas del juicio final. Así que ahora, cuando llega noviembre, ya no decimos: “Oh, no, otra vez El Cumpleaños”, sino que nos aprestamos a celebrar en casa una comida familiar y tranquilita, con barbacoa y tarta, en la que la única música que se oiga sea cantando todos a una el “Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliiiiiz”.

Que, por otra parte y según dicen, es la música más oída y cantada del mundo.  

(En la foto, con un dibujo del genial Mordillo, uno de los carteles que ponía en la Biblioteca anunciando las actividades de Santa Cecilia)

martes, 10 de noviembre de 2009

Una canasta gloriosa




Aquí donde me ven, con 60 y pico tacos, yo fui una vez, durante un breve momento, una gloria del baloncesto tinerfeño. Yo tuve mis cinco minutos de fama y eso es algo que todos los que hemos llegado a esa cúspide jamás podremos olvidar.

Mi amiga Chari, que ella sí fue en serio y durante varios años una gloria del baloncesto (entre otras cosas, fue la 1ª jugadora internacional de Canarias y la Mejor Deportista de la provincia), está haciendo un blog sobre la historia del baloncesto femenino en Canarias . Allí están nuestros primeros años de las Dominicas con Pancho Monje y Domingo Sicilia de entrenadores. Allí están los años en los que compartí tardes de entreno y después alguna cena en La Esperanza con el equipo de Jerónimo Foronda. Y allí no están los entrenos, cuando ya me fui a Madrid, con otro entrenador del que no me acuerdo el nombre, pero al que llamábamos, por lo feo, Zigoto (algo peor que Feto), por aquella mala uva que tenemos los humanos y de la que ya hablé.

Todo esto viene a corroborar que fui una aficionada al baloncesto. Una aficionada activa, porque participé desde los 15 a los 20 y pico años en equipos de baloncesto insulares y madrileños. Y pasiva, porque fui siempre a comerme las uñas con aquel maravilloso Náutico que nos dejaba a todos taquicárdicos.
Dicho esto, tengo que decir, en honor a la verdad, que era una maleta jugando a baloncesto. Vamos, que no era lo mío. Igual que en música no fui ni seré nunca Plácida Domingo, en baloncesto no fui ni seré jamás Paula Gasol.

Pero una vez toqué el cielo con las manos. Y esto no lo sabe mi amiga Chari, por lo que se lo brindo para su historia del baloncesto femenino en Canarias. Yo tenía 15 años y jugaba un partido en el Dominicas B (el lumpen, que diríamos) contra el María Auxiliadora (los Nobel del baloncesto en aquella época). Nuestro entrenador era Domingo Sicilia, que se mesaba los pelos una y otra vez al ver la paliza que nos estaban dando. Y entonces yo, en ese estado de gracia que te permite el tener todas tus facultades al servicio de un ideal, metí un aro, un maravilloso aro, un balón que, después de una brillante parábola, entró limpiamente y supuso 2 tantos para mi equipo.

Perdimos por 70 a 3. Y, cuando salíamos de la cancha de aquel Ideal Cinema en medio del Barrio del Toscal, el entrenador salió conmigo, armándome la bulla de paso y comentando cómo era posible que fuésemos tan malas. Y, entonces, uno de aquellos inefables personajes toscaleros le gritó: “¡Domingo!, ¿vas con ella porque es la máxima encestadora del equipo?” 

martes, 3 de noviembre de 2009

Somos nombradores




Hace poco leí que el poeta Fernando Beltrán, que inventó nombres como Amena, Opencor o Faunia, cuando le preguntan que a qué se dedica, dice “nombrador”. Pero realmente todos somos nombradores. Igual que Dios en el Génesis, que se puso a crear cosas y a darles nombres, todos jugamos a ser dioses. Y a eso empezamos desde pequeños.

Me veo jugando con 8 años a los recortables con mi prima Mª Elena (llamada así por la canción “Mª Elena eres tú”, que le encantaba a mis tíos) y compitiendo con ella a ver quién le ponía el nombre más “precioso” a su muñeca de papel: Rosaurora, Lirio, Blancaflor… Nos gustaban los nombres cursis y, si eran de flor, mejor.

Cuando nos hacemos mayores, este supremo arte de nombrar llega a su cumbre cuando les ponemos nombres a nuestros hijos. En los tiempos de nuestros padres y abuelos se ponían dos o tres nombres: el del santo del día en que naciste, el de tu padre o abuelo, el de un señor que pasaba por allí… Mi madrina se llamaba Sebastiana Gonzala América (la llamaban por el último nombre) y tengo una amiga a cuyos padres les pareció poco María de la Concepción y le añadieron Benita Nicolasa.

Yo tengo dos nombres, además del María preceptivo y del Jane actual, y en familia me llaman por uno y mi marido y amigos por otro. Esto me obligó, cuando me casé, a hacer dos tipos de invitaciones de boda con dos nombres distintos. Una vez una amiga de mi hija, extrañada ante esta doble personalidad, le preguntó: “¿Y tú cómo la llamas?”. Ella dijo: “Mamá”.

La consecuencia fue que, cuando me llegó la hora de ejercer mi oficio de nombradora con mis hijos, elegí, de acuerdo con mi marido, nombres únicos y cortos: Ana y Daniel. Aunque, incluso así, mi hija, una vez de pequeña, se quejó de su nombre, diciéndome que era un nombre muy corriente porque en su clase había varias Anas. Entonces le contesté: “No te lo quería decir pero en realidad te llamas Ana Mamerta”. Nunca más se volvió a quejar.

En La Palma, la tierra de mi familia, son famosos por buscar nombres raros: Inerbelia, Solinario, Adolia… Tengo un amigo que a su próstata la llama “la palmera” desde que le diagnosticaron Hiperplasia Benigna.

Pero los palmeros son todavía más famosos por los nombretes. Por ejemplo, a una conocida de mi madre que era muy sexy la llamaban “la Cuchol”, que era el nombre de un anticucarachas que las dejaba tiesas. Y un Eulogio Carajo se ganó a pulso el “apellido” para él y sus descendientes (los “Carajitos”) porque mandaba allí a todos por menos de nada. En Los Sauces los nombretes crean dinastías: los Farrucos, los Solilunas, los Fogaretes, los Redondos, los Garrafones...

Tengo otros casos más cercanos. “El ohmio” era un vecino electricista que, cada vez que nos cogía por banda en el ascensor, nos daba una lección de ohmios y vatios que nos dejaba traspuestos (y electrizados). Mi hija y sus amigas llamaban a una profesora del instituto de la que no conocían el nombre "la mujer esa", y "la mujeresa" se quedó. Y un compañero mío que se llamaba Miguel Berenguelo se presentó el primer día de clase diciendo cómo se llamaba y pidiendo que lo llamasen por favor por el primer nombre. ¿Cómo lo llamaron desde entonces los alumnos? Efectivamente, “El Berenguelo”.

Y es que los humanos jugamos a ser dioses pero nos comportamos con la mala uva de los demonios. 
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html