miércoles, 23 de septiembre de 2009

Huelga de besos caídos




Hace 4 años por la gripe A se pretendió que dejáramos de besarnos. Este fue mi alegato en contra.

Una pertenece, dentro de un orden, eso sí, a la gran muchedumbre besucona, tocona y achuchona. Por eso, como que me da un poco de canguelo el ver todos esos carteles en aeropuertos, colegios y lugares públicos, que, para prevenir el contagio de la gripe A, te dicen que ni besos ni abrazos ni apretones de mano ni mandangas de esas. Si te ves con alguien, aunque sea tu íntima amiga perdida a la que de pronto encuentras en una isla desierta, una inclinación de cabeza de lejos y vas que chutas ¿Cómo se puede ser tan insensible?
¿Se imaginan un mundo sin besos? Cuando trabajaba en el Instituto, todas las mañanas había un festival de besos entre alumnos, muac, muac, como si hiciera siglos que no se veían. ¿Qué harán ahora? ¿Y qué harán los rusos que no se conforman con uno ni dos, sino que, pensando que más vale que sobre que no que falte, se besuquean seis veces? ¿O se impondrá el beso esquimal como más aséptico, nariz contra nariz? ¿O, todavía peor, el de una tribu del norte de Malawi, los Ngá, de la que hablaban el otro día por la radio en “Hoy por hoy”, en la que los hombres se dan mutuamente un saludo peneano (eso mismo, se agarran el pene uno al otro tal cual si fueran las manos) y las mujeres un achuchón en el pecho?
¿Y las canciones? ¿No perderían un buen filón? No tendría sentido, por ejemplo, lo de “cuando vuelva a tu lado, no me niegues tus besos, que el beso que has negado ya no lo puedes dar…”. Aunque ésta seguía después con “une tu labio al mío…”, así en singular, que hace pensar en un beso a media bemba, aunque beso al fin y al cabo. Sí que serviría en cambio lo de “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…”, porque, después de tanto besuqueo, te da la gripe y la palmas.
¿Y el arte sin besos? Ver una escultura como “El beso” de Rodin o una fotografía tan tierna y entregada como la célebre de Doisneau de una pareja besándose en París sería como ver una pintura rupestre, una escena perdida sin remedio en la niebla de la historia.
¿No estarán detrás de esa campaña antibesos las monjas de mi colegio y sus congéneres, que nos decían que no nos dejáramos coger ni la mano porque después venía el codo y después vete tú a saber qué? Ese “vete tú a saber qué” nos llevó precisamente a muchas por el camino de la perdición.
Un mundo sin besos se me antoja un mundo más frío, más peligroso e infinitamente peor que un mundo griposo. Así que yo, por lo menos, espero seguir dando y recibiendo besos a diestra y siniestra, escogidos, eso sí. En el mismo programa de radio del que hablé antes preguntaban sobre el tema a los niños de un colegio y una niña decía: “Pero yo a mis papás y a mis abuelos sí que los voy a seguir besando porque es preferible contagiar a la familia que a los amigos…” Y es que, como dice la copla, “un beso de amor no se lo dan a cualquiera”. 

jueves, 17 de septiembre de 2009

Trucos del oficio




Vaya por delante mi admiración y solidaridad con las maestras de mis nietos y sus congéneres, que tienen por misión meter en vereda a tan tiernos infantes. Para ello emplean una serie de trucos tan eficaces que incluso me he preguntado alguna vez si serían exportables a Secundaria.
Por ejemplo, mientras a mí me enseñaban de pequeña la aguerrida “Montañas nevadas, banderas al viento”, ellas enseñan una canción que dice: “La lechuza, la lechuza, hace sssssss (y aquí, dedito a la boca), todos calladitos, como la lechuza que hace sssssss ( y otra vez, dedito a la boca)” Yo calculo que con esto se estarán callados nada menos que 2 minutos (¡2 minutos de respiro!). ¿Y si hiciera esto mismo con mis zangalotes, me llegué a preguntar, imaginándomelos a todos con el dedito en la boca? Después de todo, la lechuza es el símbolo de la filosofía… Pero, mmmm… más bien no.
Otro truco es el de las caritas. Todos los niños traen del colegio diariamente en su libreta la carita contenta (si se han portado bien) o la carita triste (si han hecho el gamberro). Claro que si a mí se me hubiera ocurrido poner caritas tristes en un examen, por ejemplo, en lugar de un cero patatero, cuando he cogido a un alumno en pleno delito de copiarse, me hubiese expuesto a que se partiera de la risa y tampoco es plan.
Hace un par de años, mi nieta vino un día llorando por una carita triste en su cuaderno. Había pegado a otro niño y, cuando le dije: “Pero, ¿cómo se te ocurre pegarle?”, me dijo, hipando: “Es que… es que… yo era la “pogonista” y Hugo se puso el primero de la fila y no se quería quitar y, hip, y…” Y entonces, le zurró. Ahí fue donde me enteré de otro de los trucos más maquiavélicos: la semana del protagonista.
Durante una semana del curso cada uno de los niños es protagonista. Ese protagonismo conlleva ser el primero de la fila y tener el inmenso honor de borrar la pizarra (¡y pensar que yo tenía que rogárselo a mis alumnos con mi mejor sonrisa y diciendo “por favor” y “gracias miles”!). Pero, además, en esa semana los padres del niño protagonista tienen que ir media hora a entretener al personal con cuentos, juegos o lo que sea. Es una manera que tienen las maestras de decirle a los padres: “Ahí te quería yo ver”. ¿Cómo no se me ocurrió a mí tan magnífica idea en aquellos días en los que tenía que explicar el imperativo categórico de Kant?
Pero este año, dando una vuelta de tuerca a la cuestión, se les ha ocurrido una idea más ladina: que los familiares que vayan a actuar sean ¡los abuelos! Así que este octubre, ante el regocijo de mi yerno que, cuando se enteró, dijo: “¡¡BIEN!!”, y el escaqueo de mi marido, que dice que le da que ese día tiene que vacunar urgentemente a sus palomas de la gripe A, me voy a ver otra vez delante de 26 pares de ojos expectantes, mientras me pregunto cómo demonios los voy a mantener quietitos media hora.
Y yo que creía haber perdido de vista el aula para siempre… 

viernes, 11 de septiembre de 2009

Los fuegos del Cristo


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Hoy es el día grande de La Laguna, el día del Cristo, el día de los fuegos. Hace 4 años le hice a este día, que todos los tinerfeños hemos celebrado, por lo menos, alguna vez en la vida, mi particular homenaje

Las fiestas del Cristo de La Laguna aúnan dos imágenes –el Cristo y los fuegos- que simbolizan los dos elementos sin los cuales no se puede entender ninguna fiesta: la religión y la alegría. Los dos símbolos suelen aparecer juntos en los carteles que anuncian las fiestas. Aparecen, por ejemplo, en la portada de un viejo programa de fiestas del año 41 que encontré entre los papeles de mi padre. Y también en carteles actuales, como los que le han premiado a mi amigo Álvaro, otro jubilado como yo, que inventa, esculpe, pinta, hace fotografías bellas y lanza su mirada brillante y curiosa al mundo que lo rodea para recrearlo con ojos nuevos.

No hay pueblo que no termine o empiece sus fiestas sin esta explosión gozosa que son los fuegos artificiales. Hasta “El señor de los anillos” empieza con una exhibición de fuegos mágicos que Gandalf fabrica para terminar la fiesta en honor a Bilbo Bolsón. Y, cuando era pequeña, recuerdo que la escena que más me gustaba de “Sissi” es al final, en el balcón, viendo los fuegos, digno colofón a toda historia de amor.

Hace 20 años, fuimos con los niños a pasar 15 días en una granja francesa en el Perigord, la Francia profunda, y el pueblito más cercano tenía 200 habitantes. En esos días fueron las fiestas y anunciaron “¡maravillosos fuegos artificiales!”. Nosotros, que nos apuntamos a todo, allá que fuimos privados a verlos. La secuencia de los maravillosos fuegos fue más o menos así: ¡pum!, una lucecita azul y un ¡aaaaaah! maravillado de los lugareños; 5 minutos de silencio, otro ¡pum!, lucecita verde, aaaaaah, y así media hora más en que todo terminó, sin traca ni nada pero sí con el aplauso fervoroso del personal. Nosotros nos miramos y dijimos: “¡Estos no han oído hablar de los hermanos Toste ni del Cristo!”.

Y es que, por lo menos en la isla, los fuegos del Cristo son algo especial. Mis padres, que eran unos noveleros, siempre nos llevaron de chicos a verlos, y ahora, si alguna vez no hemos podido ir, los oímos 9 kilómetros más allá. Es el broche de oro de las fiestas y las coplas los recrean, como ésta de Nijota:
 “A Matea, la jija de Cho Capote 
se le metió un foguete por el escote.
 ¡Juye, Matea, juye, juye, Matea,
mira que los foguetes tienen idea!”.

Qué extraña fascinación tenemos los humanos con el fuego. Hace 27 siglos, Heráclito, el filósofo al que llamaban “el Oscuro”, pensaba que era porque el fuego es el símbolo de este mundo cambiante, ya saben, el “todo cambia, nada permanece”. Claro que un poeta de hoy como Ángel González, lo parafrasea diciendo “menos la Historia y la morcilla de mi tierra: se hacen las dos con sangre, se repiten”.

Hoy, cuando este 14 de septiembre por la noche veamos las palmeras de luz, los arcoiris mezclados, las campanas cayendo suavemente, las flores de plata y oro, los gigantescos estallidos, podríamos decir también que todo cambia y nada permanece, menos los fuegos del Cristo de La Laguna que, año tras año, nos traen su catarata de sonidos, color y luz. Que sigan cambiando y permaneciendo para nuestro disfrute. 

domingo, 6 de septiembre de 2009

Los primeros días de clase




Mis primeros primeros días de clase los recuerdo envueltos en el olor a cuero nuevo de un maletón beig que llevaba, a lápices sin estrenar y a libros recién salidos del horno. El primero de todos, a los 6 años, ya mi madre me había enseñado desde los 3 a leer y a escribir y no fui insegura, como mi hermano, más pequeño, que se pegó una llantina a la puerta del colegio, aullando “que yo no sé ni la ‘o’”.

No me veo en ese momento con angustia sino con curiosidad, aunque sí recuerdo la timidez que te inspira la mirada de los demás. No sé por qué, el primer día fui cuando ya las clases habían comenzado y llegué con mi uniforme nuevo, un horror negro con cuatro botones en el peto. Mi madre, supongo que por aquello de más vale que sobre que no que falte, me había cosido 6 (entonces las madres hacían los uniformes) y lo primero que oí de mis compañeras fue a una que le dijo a la monja: “Madre, esa niña nueva lleva 6 botones”. ¡6 botones nada menos! Ese día aprendí que lo primero que te quiere inculcar la sociedad es a no ser diferente.

Cuando fui madre, los primeros días de clase sí que fueron angustiosos para mí. Ves a tus hijos, tan pequeñitos, soltándose de tu mano y mirando hacia atrás como diciendo: “Pero, ¿será posible? ¿Me vas a dejar aquí, so desalmada?”. El nudo que se te pone en el corazón no se te quita hasta que un día ellos te dicen, mirándote pegada a la puerta del colegio: “Mamá, ¿tú no te tienes que ir ya?”.

De profe, los primeros días de clase fueron siempre, incluso hasta el último primer día de clase, hace ya 2 años, de nerviosismo. Estás actuando ante 30 y pico personas que no te conocen y a las que no conoces. Debes demostrar que dominas la situación y que, si te pasa como una vez a mí, siendo una profe novata, el que un alumno saque un bocata de chorizo y se ponga a comerlo tranquilamente, sabrás ponerlo en su sitio para el resto del curso y no pedirle una mordidita, colega. Los profes son los profes y los alumnos, los alumnos.

Pero también el primer día de clase, mientras te presentas y pasas lista procurando memorizar todos los nombres (Yaiza, Verónica, Elena, Daniel, Antonio, Ana, Óscar…) para desde ese primer día llamarlos y hablar con ellos, notas que los nervios desaparecen y los miras y ves delante a personas con las que vas a convivir un curso entero. Sabes que hablarás con ellos de mil temas, de la vida y de la muerte o de la posibilidad de ser felices y libres. Hablarás, además, de otras personas que, igual que ellos, se han hecho preguntas, y de las respuestas. Y sabes, también, ya desde el primer día, que los querrás y que muchos de ellos, tan iguales en ese momento y tan diferentes después, te enseñarán a ti también algo más del mundo en que vives.

El primer día de clase podría ser, como en “Casablanca”, el comienzo de una gran amistad. Pero lo que es seguro es que siempre es el comienzo de algo grande. 
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