lunes, 31 de agosto de 2009

Como ese Teide gigante





Los isleños, y yo creo que todos los canarios, tenemos un sentimiento de amor incondicional por el Teide. Al Teide que ni nos lo toquen. ¿El Mulhacén, el Mont Blanc, el Everest…? Simples montañitas.
Aunque aquí rara vez hemos visto nevar, todos hemos ido desde pequeños a mojarnos el culo en la nieve. Todos hacemos, al menos una vez al año, una visita por devoción a esa inmensidad que son Las Cañadas. Muchos hemos subido a su cumbre y nos hemos quedado por la noche en el Refugio de Altavista para ver amanecer desde el Pico entre fumarolas de azufre, una experiencia que todo canario que se precie debería hacer al menos una vez en la vida como si fuera la visita a La Meca de los musulmanes.
Ese Teide, además, son mil Teides distintos. El Teide desde La Orotava, pero también desde Icod, desde La Punta del Hidalgo, desde el sur… ¡Esa vista soberbia desde La Gomera o desde Gran Canaria, ese Teide nevado, nublado, lleno de sol, siempre impresionante! A menudo cuento la anécdota de mi sobrino cuando tenía unos 3 años que, yendo por la autopista hacia el Puerto de la Cruz, lo vio a su izquierda a la altura de Guamasa y preguntó. “¿Qué es eso?”. Le dijimos que el Teide y al ratito lo vio, inmenso, enfrente cuando ya enfilábamos La Orotava. “¿Y eso?”. “El Teide”, volvimos a responderle. Él se quedó pensando y con lógica infantil preguntó: “¿Los Teides caminan?”.
Ese Teide de los poetas, el que enamoró a Braulio con la arrogancia de sus perfiles airados, el que hizo pensar a Hamlet Lima Quintana y a Enrique Llopis que habitaba Dios allí, el gigante con el que Crosita comparó a las mujeres canarias, mucha nieve en el semblante y fuego en el corazón, es también mi Teide familiar.
A sus faldas, en el Astrofísico, cuando mi marido trabajaba allí hace más de 30 años, pasé muchas noches, viendo un cielo limpio y llenísimo de estrellas que parecían caerse sobre nuestras cabezas. Incluso una noche vimos y luego captamos al telescopio, alejándose de la Tierra, un objeto volador que, desde luego, no identificamos. He caminado, y lo sigo haciendo, en abril y mayo por sus caminos para ver los tajinastes en flor. Y hemos ido a comer o a merendar bajo su sombra muchísimas veces que, cuando las recuerdo, siempre me traen momentos felices y me hacen sonreír. Como aquella vez , con mucho frío, que fuimos toda la familia y mi madre apareció con una olla exprés grandísima llena de potaje y un montón de cuencos. Todos nos reímos y le dijimos que a quién se le ocurre… Pero no sobró ni una cucharada y todavía recuerdo su sabor.
Cuando estudiábamos fuera y veníamos en vacaciones, los canarios en el avión siempre preguntábamos a los de la ventanilla: "¿Ya se ve el Padre Teide?”. “Ya se ve”. Estábamos en casa.


(La foto la hice en el verano del 68 subiendo caminando al atardecer (entonces no había Teleférico) hacia el Refugio de Altavista. En ella se puede ver la sombra del Teide sobre Las Cañadas)

domingo, 23 de agosto de 2009

Dándole a la copla




Aquí donde me ven, yo soy una firme defensora de la copla española. Los campos irlandeses todavía están estremecidos por los berridos que mi amiga Lolina y yo mandamos una noche, hace años, cuando veníamos de Dublín a Maynooth, después de haber estado en varios pubs de Temple Bar. En el coche, un poco cansadas de la música celta, que es muy bonita pero que, entre nosotros, no deja de ser un guineo, nos soltamos el pelo y cantamos, ante el estupor de nuestros maridos, a grito pelado y casi llorando lo de “María de las Mercedes, mi rosa más sevillaaana, ¿por qué te vas de mis redes de la noche a la mañaaana?”.
Si alguna vez van a Irlanda y alguien les cuenta en voz baja que una noche oscura de lluvia entre la niebla se oyeron unos aullidos estremecedores que seguramente anunciaban la llegada de la comitiva fúnebre de la Santa Compaña, no se lo crean. Éramos nosotras. Y eso que no cantamos lo de que “se me paren los pulsos si te dejo de quereeer…”.
Y es que la copla hay que cantarla así, con los ojos cerrados, las manos en el pecho y con un tono desgarrador que te va a limpiar el alma y dejártela sedita. Nosotras, por lo menos, dormimos como benditas esa noche (no así nuestros maridos, y probablemente los vecinos, que creo que tuvieron pesadillas).
Pero, además, la copla tiene otras dos cualidades que la hacen perfecta. Por un lado, son filosóficas, nos hacen ver de qué pasta estamos hechos, sobre todo, las mujeres, porque casi todas las coplas van dirigidas a ella, esa pérfida. Así, somos traicioneras e hipócritas (“Gitana, que tú serás como la falsa monea, que de mano en mano va y ninguno se la quea…”), apasionadas (“Es lo mismo que un nublao de tiniebla y pedesná, es un potro desbocao que no sabe a dónde va. Es un desierto de arena, pena, es mi gloria de un pená, ay, pená, ay pená, ay pena, penita, peeeena…”) e incluso hasta expertas en transacciones comerciales (“Ná te debo, ná te pío, me voy de tu vera, orvíame ya, que he pagao con oro tus carnes morenas. No mardigas, paya, que estamos en paz”).
Por otro lado, la copla te cuenta historias completas, con inicio, núcleo y desenlace, que ya quisiera el Chiquilicuatre. Hace poco leí una entrevista a la actriz Mercedes Sampietro (“El País”, 28-6-2009), otra coplera como yo, que define a la copla como “el melodrama sintetizado y cortito”. Y tiene toda la razón. ¿Qué otra canción sino la copla puede contarte en un pispás, tal como lo exigen estos tiempos, el dramón de “Él vino en un barco de nombre extranjero. Lo encontré en el puerto un anochecer cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer...”? O el de "Ay, amor, ya no me quieras tanto..." o el de "No te olvides que me llaman la niña de la estación". Vamos, que ante eso las teleseries no tienen nada que hacer.
Así que ya saben. Si alguna vez tienen una bajona, ahí va la receta: cójanse unos cuantos amigos fieles y ya aleccionados; váyanse a un lugar donde no haya muchos vecinos (si los hay, invítense a los vecinos también); háganse unas cuantas tortillas, bébanse unos cuantos vinitos del país y mándense unas coplas desgarradoras, filosóficas y melodramáticas.
Es mano de santo, oye. 

lunes, 17 de agosto de 2009

Héroes y villanos




La vida a veces se parece a una película del oeste, con su lucha por sobrevivir con dignidad, sus saloones y sus héroes y villanos.
La mejor heroína que he conocido se llama Macu y vive en Nantes. Cuando a mi hijo, estudiando allí, lo operaron de apendicitis, una amiga, que tiene miles de primos repartidos por el mundo, me dijo que casualmente tenía una prima en Nantes y la llamó para ver si se interesaba por él en el hospital mientras nosotros llegábamos. Macu, sin conocernos, no sólo fue al hospital, habló con los médicos y acompañó a mi hijo, sino que, cuando llegamos, no permitió que fuéramos a un hotel y nos llevó a su casa. Cuando no nos funcionó la VISA (porque en ese viaje nos pasó de todo), pagó la operación (unas 500.000 pesetas entonces) y, cuando a mi hijo le dieron el alta, se lo llevó a su casa una semana para que se “empelechara”. Macu es menuda, de sonrisa fácil, ojos claros y barbilla voluntariosa. Es del Puerto de la Cruz y está casada con un francés que es otra alma de Dios y tienen dos niñas. Para mí es Santa Macu.
Pero, igual que esto, en la vida también te encuentras villanos.
Villano fue mi profesor de Estética que hizo de una asignatura que trata de la belleza un bodrio inaguantable. En el examen final fui una hora antes para “adornar” el pupitre con palabras mnemotécnicas que me ayudaran a recordar horribles listas de ya no me acuerdo qué. Cuando llegó, dijo que mejor nos cambiábamos de aula. No sé ni cómo aprobé.
Héroe es mi profesor Emilio Lledó que, no sólo nos enseñó filosofía, sino que nos abrió los ojos a otra manera de ver y de vivir.
Villana es la que me dice a mi hermana y a mí (le llevo 5 años) que si somos madre e hija.
Héroe es quien me dice a mi hija y a mí que parecemos hermanas.
Villano es quien te dice, incluso a estas edades, cuando te ven con un blusón, que si estás embarazada.
Héroe es quien te asegura que estás más delgada (aunque en la pesa esta mañana sólo sean 100 gramos menos).
Villano es quien te dice que sí hombre, que no tiene otra cosa mejor que hacer que leer este blog.
Héroes son ustedes, quienes me leen a pesar de todo y comentan y aportan sus propias experiencias, participando en este diálogo universal que es la blogfera.
Así que en esta etapa de mi vida me estoy rodeando cada vez más de héroes y tomándome con filosofía y buen humor a los villanos, para, al final, no ser como Lucky Luke cuando se va en su caballo hacia el ocaso: un pobre cowboy solitario…  

lunes, 10 de agosto de 2009

De perros, gatos y demás fauna




Hace 4 años dediqué este escrito a uno de nuestros perros, Pimpón. También hablé de la insistencia de los niños en tener un animal en su casa y de las negativas de su madre. Hoy ya Pimpón no está en casa y mis nietos tienen su casa como un zoológico, como ya les dije aquí. Todo esto indica que el tiempo fluye, que todo cambia y que el que la sigue, la consigue.

Jardiel Poncela dijo que aquellos a los que les gustan los perros necesitan cariño y aquellos a los que les gustan los gatos necesitan amar.
En una casa como la mía en la que hay 160 palomas que pueden acabar siendo la merienda de un gato, parece que no necesitamos amar: gatos, no. Parece que más bien estamos muy faltos de cariño porque siempre ha habido perros desde que nos vinimos a vivir al campo. Una vez incluso tuvimos dos, Yan y Bol, llamados así en homenaje a Jumble, el perro de Guillermo el travieso.
Ahora tenemos a Pimpón (yo quería llamarlo Platón, pero los niños, con más sabiduría, mandan y ese es el nombre que nada más verlo le pusieron). Pimpón es un perro negro, de ojos vivos y bigotes marrones, feo como un pecado, tonto de condición y omnívoro de vocación: no sólo come todo lo que le echamos sino también los barrotes de madera de la puerta de la perrera y el encalado de los muros.
Hace poco leí que una famosa modelo se casaba vestida de Dolce&Gabanna, “igual que sus dos perritas”. En casa eso no pasaría nunca. En casa los perros viven como perros. No entran en la casa sino que disfrutan haciendo hoyos en la huerta, destrozando las plantas recién plantadas, esparciendo el cemento de un saco que, despistados, dejamos fuera, mordiendo balones y pelotas, haciendo caca en medio del césped y dejándonos el trofeo de un lagarto en la puerta. Como tiene que ser.
No entra dentro de mis deberes de jubilada pasear al perro por las tardes. Él se pasea solo. Lo que sí hacemos es jugar con él, sobre todo cuando vienen los niños, aunque, como es tonto, no aprende nada sino que se limita a brincar y a pararse repentinamente en una pose ridícula, ojos de loco y culo en pompa. Los niños lo adoran.
De vez en cuando le dan la lata a su madre para tener un animal en su casa (“¿Y un pez por lo menos, mamá?”) y ella siempre les dice que no es cuestión de dejar más animales en casa de los abuelos cuando ellos se van de viaje. Y eso que nosotros tenemos costumbre. Todavía me acuerdo del hamster que mi sobrino, de pequeño, nos dejó, con carteles por toda la casa, hasta dentro de la nevera, que decían: “Dale de comer al gánster”.
Y es que perros, gatos, peces, palomas, hamsters …, una vez que les abrimos las puertas de casa, ya son parte de la familia y nos cierran a su vez las puertas de nuestra libertad y de nuestra independencia. Aunque sean feos y tontos. Incluso aunque sean un “gángster”.

(En la foto el último perro de la colección, "Rebo", con su juguete preferido)

lunes, 3 de agosto de 2009

Mi infancia son recuerdos...




La infancia es la raíz de lo que uno es. Y la mía fue una infancia feliz en la calle del Pilar, en Santa Cruz, en donde viví en los años 50 desde los 2 a los 12 años.
Era una casa llena de gente, no sólo porque éramos cuatro niños, padres y abuela sino también porque, al estar al lado del Consulado de Venezuela, por ella pasaron tooodos los parientes y conocidos de La Palma, la tierra de mi familia, que venían a arreglar papeles para emigrar allí. Nosotros la llamábamos la Pensión Charo pero mi hermano, más bruto, hablaba de la Bernarda.
Nuestro escenario de juegos era la calle, una calle del Pilar sin coches, ¿se la imaginan? Allí jugábamos al brilé en medio de la calle y, cuando venía un coche, de pascuas a ramos, alguien avisaba: “¡Coche, coche!”. Recogíamos la pelota, esperábamos que pasara y seguíamos jugando. Pero también jugábamos en la placita de Ireneo González y en la Plaza del Príncipe, en donde los domingos oíamos a las 12 a la Banda Municipal que tocaba en el templete y llenaba el ambiente de un aire de fiesta. Y, claro, en el Parque, en cuyo carrito del abuelo nos gastábamos religiosamente las 5 pesetas que nos daban de paga semanal.
Los niños, ahora que lo pienso, teníamos una gran libertad para ir y venir. Solos salíamos a la calle, íbamos al colegio (yo por la calle de la Amargura, que ya no existe) y también a comprar a la venta. Había dos ventas cerca. Una era la venta de Matías, un hombre gordo que cada vez que yo iba a comprar me decía: “¿Qué se te ofrece, guayabito?” y nos ponía las cosas en cartuchos de papel de estraza. Otra era el comercio de Don Cándido y de Doña Rosario. Yo nunca supe por qué Matías no tenía el “don” delante. También, un poco más abajo, en la calle Suárez Guerra estaba el estanco de Doña Montserrat, a donde iba a comprar los colorines del Jabato y el Capitán Trueno, pero en el que nos dejaban quedarnos sentados en un rinconcito leyendo otros colorines.
Ahora sé que mis padres pasaron apuros –era la posguerra- y también momentos tristes. En esa casa murió mi abuelo al que yo adoraba, más joven de lo que yo soy ahora. Pero no dejaron que los niños notáramos gran cosa. Sólo recuerdo la casa llena de gente y no los llantos ni el luto. Y, cuando pienso en esa etapa de mi vida, lo que me viene a la mente son imágenes alegres: todos en la azotea con cristales ahumados viendo el eclipse solar y oyendo a los gallos saludar a un alba falsa; o en el patio de la casa cogiendo langostas durante una plaga para meterlas en un frasco de cristal y llevarlas al colegio; o comprando churros para el desayuno del domingo, al lado del Parque recreativo, después de la misa.
A estas alturas de mi vida, siempre que vuelvo la vista atrás, tengo la sensación de una vida dividida en etapas que coinciden con momentos determinados. Primero, la infancia; después, ésta se acaba y empieza la adolescencia, esos cinco años de turbulencia y desorientación; la juventud son los años de universidad y de volar lejos; la madurez es la llegada de los hijos y del trabajo; y ahora, con la jubilación, la vejez o tercera edad para decirlo más suavemente.
De repente a los 12 años nos mudamos de la calle del Pilar al barrio del Toscal. Sólo era un poco más allá pero en ese momento sé que se acabó mi infancia y comenzó la adolescencia. Mi abuelo, el poeta, terminaba la poesía que nombré en una entrada al blog anterior (“Cartas del más allá”), titulada “Infancia”, con estos versos:
“¿Quién descolgó mi columpio
de dos fúlgidas estrellas?
No lo sé.” 





(La foto de la calle del Pilar es de la FEDAC (1948) El edificio que se ve es el de la Lucha, en la esquina de la calle Suárez Guerra. En el bajo, estaba el estanco de Doña Montserrat. Yo vivía más arriba, cerca del Parque. 
Las otras dos fotos son de la Plaza del Príncipe y del Parque, mis "patios de juegos". La primera es de la web todocolección.net y la segunda de vamostenerife.com) 
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