Hace 4 años Berlín se convirtió en un lugar amable, un lugar que se puede amar
Los jubilados nos apuntamos a un bombardeo si ello conlleva un viajito.
Incluso yo que, ni loca, hubiera ido con los alumnos de viaje en otros tiempos,
me vi el otro día ofreciéndome como acompañante en un viaje a Noruega que está
organizando mi ex-instituto. No sé noruego, les decía, pero después de meterme
entre pecho y espalda los tres tochos de Millenium, tengo un amplio
conocimiento de la cultura escandinava. Creo que no coló. Pero por viajes que no
quede y el último ha sido a Berlín.
Mi amiga Ángeles, que murió antes de cumplir los 50, pero que recorrió medio
mundo y disfrutó plenamente de la vida, decía que a todo viaje ella le pedía
tres cosas: arte, naturaleza y una terraza para ver pasar el mundo. Berlín tiene
las tres.
El arte está en la música que llena las calles y plazas, tocada por virtuosos
que parecen haberse escapado de la Filarmónica. Pero también está en el cuello,
los pómulos y la mirada de Nefertiti que nos contempla, inescrutable, desde hace
35 siglos. O en el altar de Pérgamo, o en el Camino azul de las procesiones que
conduce hasta la Puerta de Isthar, la diosa fenicia de la luna.
La naturaleza irrumpe en los jardines, en los recodos del río Spree y en los
parques, que recuerdan que Alemania es el país de los hermanos Grimm y de los
cuentos de niños perdidos en el bosque.
Las terrazas se abren en estos días cálidos de julio ofreciendo olores y
aromas a cerveza, a salchichas y codillos, e incluso un día jabalí a la brasa
que probamos al estilo Obélix.
Pero, además, también Berlín en cada esquina, desde el Memorial al Holocausto
hasta el barrio holandés de Postdam (el Berlín imperial), tiene historias que
contarnos: de emperadores y de locos que quisieron ser emperadores; de
enamorados separados por un muro 28 años; de granaderos con talla de casi
gigantes; de bosques que ofrecieron, generosos, su madera para que los hombres
combatieran el frío y, quizás, la pena; de esquelitas doradas entre los
adoquines de las aceras que nos hablan de familias enteras destruidas; o de
okupas que convirtieron casas en hogares. Y, entreveradas con las historias, la
guerra y los milagros, la censura y la libertad, los héroes y los villanos.
Todo viaje lejos de casa siempre lo es de descubrimiento del otro y de lo
otro, de aprendizaje, pero, sobre todo, de diversión, palabra que tiene relación
con diversificarse, con hacer cosas diversas. Mi madre, que era también una gran
viajera, me dijo cuando sólo le faltaba un mes para morir: “Tal vez no viaje
más, pero ¿y lo que me he divertido haciéndolo?”.
Pues a seguir su ejemplo, mientras se pueda.