miércoles, 29 de julio de 2009

Un viaje a Berlín



Hace 4 años Berlín se convirtió en un lugar amable, un lugar que se puede amar

Los jubilados nos apuntamos a un bombardeo si ello conlleva un viajito. Incluso yo que, ni loca, hubiera ido con los alumnos de viaje en otros tiempos, me vi el otro día ofreciéndome como acompañante en un viaje a Noruega que está organizando mi ex-instituto. No sé noruego, les decía, pero después de meterme entre pecho y espalda los tres tochos de Millenium, tengo un amplio conocimiento de la cultura escandinava. Creo que no coló. Pero por viajes que no quede y el último ha sido a Berlín.
Mi amiga Ángeles, que murió antes de cumplir los 50, pero que recorrió medio mundo y disfrutó plenamente de la vida, decía que a todo viaje ella le pedía tres cosas: arte, naturaleza y una terraza para ver pasar el mundo. Berlín tiene las tres.
El arte está en la música que llena las calles y plazas, tocada por virtuosos que parecen haberse escapado de la Filarmónica. Pero también está en el cuello, los pómulos y la mirada de Nefertiti que nos contempla, inescrutable, desde hace 35 siglos. O en el altar de Pérgamo, o en el Camino azul de las procesiones que conduce hasta la Puerta de Isthar, la diosa fenicia de la luna.
La naturaleza irrumpe en los jardines, en los recodos del río Spree y en los parques, que recuerdan que Alemania es el país de los hermanos Grimm y de los cuentos de niños perdidos en el bosque.
Las terrazas se abren en estos días cálidos de julio ofreciendo olores y aromas a cerveza, a salchichas y codillos, e incluso un día jabalí a la brasa que probamos al estilo Obélix.
Pero, además, también Berlín en cada esquina, desde el Memorial al Holocausto hasta el barrio holandés de Postdam (el Berlín imperial), tiene historias que contarnos: de emperadores y de locos que quisieron ser emperadores; de enamorados separados por un muro 28 años; de granaderos con talla de casi gigantes; de bosques que ofrecieron, generosos, su madera para que los hombres combatieran el frío y, quizás, la pena; de esquelitas doradas entre los adoquines de las aceras que nos hablan de familias enteras destruidas; o de okupas que convirtieron casas en hogares. Y, entreveradas con las historias, la guerra y los milagros, la censura y la libertad, los héroes y los villanos.
Todo viaje lejos de casa siempre lo es de descubrimiento del otro y de lo otro, de aprendizaje, pero, sobre todo, de diversión, palabra que tiene relación con diversificarse, con hacer cosas diversas. Mi madre, que era también una gran viajera, me dijo cuando sólo le faltaba un mes para morir: “Tal vez no viaje más, pero ¿y lo que me he divertido haciéndolo?”.
Pues a seguir su ejemplo, mientras se pueda.








martes, 21 de julio de 2009

Duyuspikinglis II: los trips




Sí, sé que el inglés es necesario y me gustaría de verdad aprenderlo, ahora que tengo tiempo. Uno, porque muchos de mis libros preferidos (Ay, mi Jane Austen) son ingleses en su lengua original y pienso que, traducidos, algo de esencia deben perder. Y otro, porque no me gusta que vacilen conmigo por esos mundos, como hace un amigo mío con los extranjeros que le preguntan por dónde se va a “Puto del Hidalgo”.
En mi único viaje a Londres fuimos con un tour operador con el que juré no viajar nunca más. Éramos varias parejas y nos pusieron a cada una en una punta distinta de Londres (aparte de otras perrerías que no vienen al caso). A nosotros nos tocó un hotel en Picadilly que no tenía baño ni en la habitación ni en las inmediaciones. Los hoteles ingleses (por lo menos, éste) no son como los nuestros en los que los recepcionistas pasan de un idioma a otro que da gusto oírlos. No, allí se habla inglés y sanseacabó. Así que una amiga nos dijo una frase cuya pronunciación apuntamos tal cual en un papel y que más o menos quería decir que nos gustaría ducharnos. Más tarde me enteré que lo que pedíamos era algo así como “coger un baño”, pero el caso es que nos entendieron y nos mandaban cada noche a una señora negra, seria y oronda, tipo la que decía “señorita Escarlata” en “Lo que el viento se llevó”. Llegaba cargada de toallas y nosotros, primero yo y después mi marido, la seguíamos por interminables pasillos hasta un baño con bañera de patas (había 3 para 100 habitaciones) que abría con llave y, cuando terminábamos, limpiaba y cerraba. En los días que estuvimos allí creo que sólo lo usamos nosotros. No me digan que esta situación no hubiera estado bien para una larga y erudita conversación.
Otra ocasión en que eché de menos hablar inglés fue en Irlanda. Esta vez los amigos y nosotros fuimos a un bed and breakfast. La dueña, una señora irlandesa, amabilísima y loca, llamada Mamie y a la que enseguida bautizamos como Mamá Chola, nos dejó su casa alegremente y se largó, creemos que al pub más cercano. A nosotros nos tocó en su dormitorio y esa noche me despertaron unos gritos que decían “¡Mamie, Mamie!” y una retahíla después y, ante mi horror, vi aparecer por la ventana la mano de un hombre que golpeaba el cristal. ¿Qué se puede decir en inglés en estos casos, sobre todo si no sabes inglés? Yo dije, alto, despacio y vocalizando bien: “Ai-don-un-ders-tan”. Pero debe ser que mi inglés era muy de Oxford para su gusto porque el hombre no paró hasta que también se despertó mi marido que, más expeditivo, se sentó en la cama y bramó: ”¿QUÉEEE?”. Y esto sí parece que lo entendió porque se marchó. Después nos enteramos que había tocado en todas las ventanas y que era el hijo de Mamá Chola que había venido con sus hijos sin avisar desde Inglaterra y se encontró la casa de su madre llena de okupas.
Así que sí, probablemente vuelva a intentar lo del inglés un año de estos. Aunque una señora inglesa y yo estuvimos hablando en Hyde Park por lo menos un cuarto de hora acerca de una rebeca que me había comprado aquí, en la Exposición Iberoamericana. Y sin saber ni papa ninguna de las dos de los respectivos idiomas.
Para que luego digan que no existe un idioma universal. 

jueves, 16 de julio de 2009

Duyuspikinglis I: los tícher




Dado que casi todos los de mi generación éramos de francés y no tenemos ni repajolera idea de inglés, una de las preguntas que la gente me hace ahora, adjudicándome ya la tarea propia de esta etapa, es: “Te pondrás en clase de inglés, ¿verdad?”.
El problema es que yo he tenido bastante mala pata con los profesores de inglés. El primero fue el marido de mi peluquera que el primer día nos dijo que él era el tícher y en una semana nos enseñó a decir “The cat is under the umbrella” y luego se marchó y no lo volví a ver más.
Yo sé que aprender una frase no está mal para empezar una conversación pero inevitablemente después ésta languidece. Un amigo mío, que se casó en Estados Unidos con una americana, sólo sabía decir en inglés la frase “Yo nunca me levanto tarde en domingo” y se la soltaba en la boda a todo el que le venía a felicitar. Algunos lo miraban desconcertados, atribuyendo la cosa al exotismo del personaje; otros se partían de risa, pero la mayoría le seguía educadamente la conversación, suponía él hablándole también de sus hábitos mañaneros.
La segunda vez que intenté lo del inglés me apunté como Dios manda a una academia. El tícher este decía que para aprender lo mejor era conversar entre nosotros y nos dejaba haciéndolo mientras él se iba a sus cosas. Nosotros, claro, terminábamos en animadas conversaciones hablando de lo divino y lo humano en español. Una amiga, cuando me quejé de lo malo que era mi profesor, me dijo que el suyo particular era estupendo, wonderful, y que había aprendido montones. Lo curioso es que un día, estando juntas, lo vimos y resultó ser el mismo profesor que el mío. Esto nos llevó, como si fuéramos Einstein, a la conclusión de que todo es relativo.
Dado que pienso que sí, que el inglés es necesario y que hasta mis nietitos lo chapurrean, he seguido intentándolo por diversos métodos: la tele –un poco infantil el método que vi, con dos japonesitas dándose los buenos días todo el rato-; los cassetes –me aburrí un poco-, e incluso la traducción directa: una vez me puse, diccionario en mano a traducir un texto de física y un colega de mi marido que lo leyó dijo: “Oye, quien te tradujo esto no sabía ni inglés ni física”.
Pero claro, ¿qué se puede esperar de una lengua en la que “zenkiu” se escribe “thank you” y en la que “water” es el agua cuando todos sabemos que el water es el water? Pues eso. 

sábado, 11 de julio de 2009

Olas que vienen y van




Sin llegar a la categoría de sirenas que le asigno a dos amigas mías que se han bañado en las heladas aguas del Mar del Norte, yo no concibo estos días en los que ha cambiado el sentido del tiempo sin la presencia del mar, no sólo por el placer de bañarme o de hacer ejercicio en el agua (ahora lo llaman “acuayin”), sino también por la paz que me inspira su contemplación.
Esa presencia ha sido constante en mi vida. En las largas tardes de verano de mi niñez, mi madre nos llevaba a Las Teresitas. Íbamos en guagua por aquella carretera alta, estrecha y peligrosa de San Andrés, nos bañábamos con unos flotadores de corcho y merendábamos pan con chocolate o unas pelotas de gofio que te podías morir (a veces acompañado todo con un trago de vino Sansón que se suponía tonificante para los niños). Al final, volvíamos a casa cansados, llenos de salitre y arena, felices, mientras mirábamos caer el atardecer sobre el mar.
Venía con nosotros a veces una vecina muy amable llamada Paulita, que era la persona más grande que yo había conocido. Era grande en todas las dimensiones. El día en que la vimos por primera vez en bañador fue memorable. Se lo había hecho ella misma y era una construcción en lona azul, con asillas y luego recto hasta los muslos, y, a partir de allí, una falda con tablas que le llegaba hasta las rodillas debajo de la cual llevaba unos pantalones bombachos. Los niños, boquiabiertos, la mirábamos como quien ve el Everest. Y de esa guisa nos acompañaba a Las Teresitas.
Los jóvenes de hoy no saben lo que eran Las Teresitas de entonces: una playa de arena negra (arena que no se veía cuando había marea alta), con unas olas enormes que nos hacían tenerle al mar un respeto imponente. En una de estas, la amable Paulita me convenció de que a su lado no me podía pasar nada y de la mano de aquella mole azul entré confiadísima en el agua. En ese momento vino la madre de todas las olas que arrastró, volcó y zarandeó a Paulita, a sus kilos y kilos de lona azul y, debajo de todo, a mí. Esa experiencia, que no sé cómo no me traumatizó para siempre, no me quitó el amor al mar pero sí me hizo desconfiar de las amables Paulitas.
Desde entonces me gustan los vaivenes del mar, esa "imagen de la paz que tanto anhelo, / lo he visto manso, halagador, riente, / y luego, imagen de la guerra, hirviente, / subir bramando hasta tocar el cielo" (José Plácido Sansón Grandy 1815-1875)
Y muchas tardes ahora paseamos mirándolo o nos quedamos quietos y se nos pasa el tiempo contemplando, embobados, los remolinos, la espuma, los cangrejos en las rocas, la luz sobre el mar, la fuerza de las olas. Y es tanta la serenidad que transmite que, después de un rato largo de silencio, mi marido me dijo la otra tarde:
- Machado dirá lo que quiera pero donde esté este mar que se quiten todos los campos de Castilla.


(Las fotos son de Bajamar en color, y, en blanco y negro, de Las Teresitas con mi madre y mis hermanos en septiembre de 1958)

miércoles, 1 de julio de 2009

Como Dios




Hoy hace un año justo que me jubilé. Mi nieta preguntó una vez por qué yo no iba a trabajar y mi marido le explicó que Aba ya había trabajado mucho y que ahora le tocaba descansar. Entonces ella dijo: “¿Como Dios?”.
Realmente, no andaba muy desencaminada. A esta etapa jubilosa y jubilada de mi vida yo la llamo D+D+D, es decir, Descansar después de Disfrutar, o Disfrutar, Descansar y volver a Disfrutar. Mis amigos me dicen que ya está bien de celebrar mi jubilación, que llevo meses haciéndolo pero es que me lo paso tan bien …
Cómo no celebrar un día cualquiera en las horas de trabajo (de los demás), por ejemplo, el despertarte tarde, desayunar y volver a la cama otro ratito más a leer.
O ir a desayunar chocolate con churros a la Plaza del Cristo de Tacoronte y luego visitar en plan turista la iglesia, el convento de San Agustín y las preciosas callitas que lo rodean.
O irte a caminar o a bañarte en Bajamar y venir como una rosa perfumada, maringá.
O pasarte la mañana en el jardín o cocinando un plato nuevo o amasando pan (receta de otra jubilada) que es algo así como un rito ancestral.
O pasear por la calle Herradores alegando con todo el mundo.
O escribir y leer cuando te plazca.
O tener tiempo para ordenar fotos, libros, armarios… y, si no tienes ganas de hacerlo, no pasa nada.
O, si tienes ganas, hacer una excursión al Teide o al norte o al sur o adonde te dicte la rosa de los vientos.
O, si sale un viajito, liarte la manta a la cabeza y adiós muy buenas.
O apetecerte invitar a los amigos a una cenita y a una guitarrada para celebrar cualquier cosa, qué sé yo, por ejemplo, mi jubilación.
O disfrutar, en fin, de estas vacaciones perennes.
Como Dios. 
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