Cuando yo nací, mi abuela, que vivía con nosotros, tenía 50 años y yo siempre
la recuerdo como una viejita, con el pelo blanco peinado con un moño atrás,
arrugadita y vestida siempre de oscuro. No se puso una crema hidratante en la
vida y salía sólo a la compra y a misa.
Las abuelas de hoy en día no tenemos ni una sola cana, faltaría más.
“Aba, tú no eres viejita porque no tienes canas”, me dice con
sabiduría mi nieta. Usamos bikini y, si encontramos un blusón de colorines, nos
lo ponemos sin pensárnoslo dos veces. Las que pensamos que la arruga es bella
también pensamos que sin pasarse, eh, y no nos importa tener unos cuantos
potingues en el tocador. De vez en cuando hasta podemos darnos un masaje de
chocolate, como el que me regalaron en Reyes y al que pienso ir un día de estos
(con unas galletitas para acompañar). No nos perdemos ni un sarao y, cuando nos
vamos a comer las de mi quinta, muchas veces les decimos a nuestros maridos:
“No me esperes que hoy me voy por ahí con las chicas de oro”
El 25 de abril pasado murió Dorothy, la genial Beatrice Arthur, y su muerte,
ya con 86 años, me trajo a la memoria los ratos tan buenos que pasamos en los 80
y 90 con Dorothy, Blanche, Rose y Sophia, las chicas de oro de esa mítica serie
de televisión que, ya hace 20 años, nos mostraban lo divertida que puede ser la
vida de las jubiladas. Ellas son nuestros modelos en el imaginario colectivo de
mi generación.
Así, entre nosotras están las Dorothy, sensatas y serias, pero con un toque
canalla que las lleva a expresar en una frase lapidaria todo un universo de
ácido humor.
También están las Blanche, estupendas y coquetas y que, igual que ella,
siempre nos aconsejan cómo ir de guapas por la vida. Por lo pronto, un consejo
de la Blanche original es que, cuando te mires a un espejo, ponlo encima de ti y
mira siempre hacia arriba. Es un remedio eficaz para no verte ni una arruga,
oye.
Y las Rose, ingenuas y encantadoras, con aire a pueblo y a tortitas y
tradiciones. Ay, ese pueblo de Saint Olaf…
Y mis preferidas, las Sophia, sabias y de vuelta de todo pero siempre con un
punto de incertidumbre y duda que, para mí, es la cumbre de la verdadera
sabiduría.
Mientras las rememoro, hago votos para que nosotras, las chicas de oro
actuales, conservemos de ellas el aceptarnos como somos (con algunos
arreglitos), el resguardar como oro en paño el sentido del humor y el que, en
los malos momentos, por lo menos, igual que ellas, podamos compartir con las
demás el placer de tomar juntas, alrededor de una mesa, un helado o un buen
trozo de tarta de queso. Que además, como ellas dicen también, no tienen ni una
pizca de calorías.