Yo siempre digo a todo el mundo que lo mejor de la jubilación es despertarte
cuando te da la gana. Y les doy envidia hablándoles de ese placer de no poner
hora ninguna en el despertador, del silencio de la vida en el campo, de abrir
los ojos y las orejas al sonido de los pájaros y a veces a la lluvia o al viento
en los árboles…¡Ah, no hay nada igual!
Claro que después tengo que reconocer que hay excepciones.
Por ejemplo, cuando vienen los nietos (generalmente dos días a la semana) a
los que desde el alba ya les oyes las vocecitas y, en menos que canta un gallo
(o mejor, antes de que cante el gallo), ya están en tu cama abriéndote
los ojos a la fuerza.
O cuando viene la señora de la limpieza (otros dos días a la semana), a la
que nada más llegar le suele sonar el móvil con Bisbal a todo trapo: “Que serías
la lluvia y yo la tempestad ¿quién me lo iba a decir?”.
O cuando los vecinos deciden “esmerriar”, neologismo que significa “arar la
huerta con el Merry”, que, no es por nada, pero hace un ruido de mil demonios.
También cuando pasa por la carretera (que está lejos pero se oye) el coche
que en mi pueblo anuncia a toda voz los fallecimientos y las fiestas con total
equilibrio.
O cuando hay voladores para celebrar la romería, o el día de San Marcos, o el
de San Juan, o el de San Pedro, o la Virgen de los Remedios o la del Socorro o
la Candelaria. También por el año nuevo, por el cumpleaños del vecino o porque
el Tenerife marcó el día anterior (y no te digo la traca cuando ascienda).
También, claro, hay que contar las veces que pongo el despertador para hacer
diligencias o irme de viaje o porque tengo que llevar al aeropuerto a alguien
que se va de viaje.
Y las veces en que me olvido (que es siempre) de desconectar el despertador
que puse esas veces anteriores, y me suena temprano…
Bueno, pero algunos sábados y domingos me levanto cuando me da la gana,
chínchense