Así nos llaman mis nietitos. A mí me hubiese gustado que me llamaran
“abuelita”, que tiene tintes heidianos y como de cuento de Caperucita, pero mi
hija, con la delicadeza que la caracteriza, me dijo que fuerte cursilada; y
fueron los niños quienes al fin nos bautizaron, así que así nos quedamos. Mi
marido incluso se hizo una foto en el letrero de Toto en Fuerteventura para que
los nietos supieran que hay un pueblo que se llama como él.
Mi nieta tiene 5 años y se va explicando la vida a base de greguerías que
siempre me sorprenden por lo poético, como cuando me dijo hace un año que “las
nubes son la cena de los aviones”. O la otra noche, mientras íbamos en el coche,
que nos soltó: “Las estrellas son luciérnagas que se quedan atrapadas en ese
techo negro”, dejándonos a su madre y a mí pasmadas, pensando que esta
generación viene, no con un pan, sino con un diccionario bajo el brazo. Vive en
un mundo propio hecho de fantasía del que siempre se asombra que la saquemos
para cosas tan prosaicas como comer o irse a la cama: “Es que tengo que dibujar
una ciudad para…” y aquí viene una explicación larga, imaginativa y enrevesada.
Cuando ve una lámpara de cristal de esas de lágrimas en un escaparate, exclama
extasiada: “¡Diamantes!”.
Mi nietito, con 3 años, está en la etapa de la autoafirmación. Aunque sería
mejor llamarla la de la negación: “No, no, no y se acabó”, nos espeta a cada
rato. Mi hija lo llama “el terrorista” y él hasta contesta si lo llama así. Es
geniudo, extrovertido y besucón, y enseguida te pide perdón por las mil
barrabasadas que hace, diciéndote que no lo hará nunca más, hasta la siguiente a
los 10 minutos. Si nos ve muy enfadados, a veces dice muy serio: “Relásenje”, o,
si le recordamos fechorías anteriores, dice displicente: “Eso ya está tachado”
(a veces dice “chatado”).
Una vez me explicaron lo de la entropía y la tendencia al caos que hay en el
universo y puedo decir que mis nietos son entrópicos. Cinco minutos en casa y el
principio queda demostrado: no queda una habitación con un mínimo de orden. Ella
delicadamente y él más a lo bruto hacen castillos con los cojines de los
sillones de la sala, recortan, pegan papeles y escriben (en las paredes
también), desperdigan juguetes y no juguetes por los suelos y luego nos “ayudan”
entusiasmados a barrer con la escoba lo desperdigado.
Uno de los deberes de los abuelos, y más si están jubilados, es quedarse con
los nietos, al menos un par de veces por semana. La verdad es que nos
proporcionan muchos placeres: ver los ojos de mi nieta, atentos y maravillados,
cuando me invento un cuento en el que ella es la protagonista absoluta; escuchar
sus conversaciones (“Me ocurrió una idea”, dice él mientras yo tiemblo), hacer
entre todos una pizza para cenar, llevarlos al mercadillo de Tegueste los
domingos (ellos lo llaman el “supermercadillo”) donde muchas veces les regalan
una flor…
Es fantástico sentir la casa llena de risas. Y también el silencio,
reconfortante y lleno de paz, cuando se van. ¡Benditos sean!