miércoles, 18 de febrero de 2009

Las brujas: haberlas, haylas





Hace 4 años: brujas, rezados, fantasmas, conjuros, quiemadas... y el espíritu de mi bisabuela sobrevolando el panorama.  

En La Palma todas las familias tienen, aparte de su apellido, su apodo. Mi bisabuela, Mamá Pepa, era de la familia de “Los brujos”. La verdad es que no ha llegado hasta mí ninguna brujería de ella, una viejita menuda y simpática que murió cuando yo tenía 6 años. Pero, sin llegar a la categoría de mi amiga Maruca por cuya casa del siglo XVIII se pasea el fantasma del Deán Palahí, pienso que algo del espíritu brujeril de mi bisabuela ha reaparecido de vez en cuando a lo largo de mi vida.
Por ejemplo, reapareció cuando a mis 15 años, en Los Sauces, donde veraneé algunos veranos, una vecina me pidió que le hiciera un rezado a su nieta que tenía mal de ojo. Lo recité con sus cruces y todo con un entusiasmo tal que me sentí la bruja Lola. Y además con buenos resultados.
Reaparece en las constantes premoniciones de mi hermana que, por ejemplo, piensa en una persona que no ve hace tiempo y la encuentra a la vuelta de la esquina; o se despide de un amigo pescador que se va a altamar dos meses y de repente le viene la idea de que lo va a ver dentro de 5 días, cosa que en efecto ocurre por una urgencia familiar; o se le enferma el suegro gravemente y sabe que no va a morir hasta tal año, cosa que pasa… y otras hechicerías por el estilo. Miedo me da a veces.
O también en casa, aquella vez en que desapareció la llave de la puerta que da de la cocina al patio, con su llavero en forma de huevo frito, y todo el mundo jurando y perjurando que no la había cogido… Apareció en una caja en la que tenemos las copias de todas las llaves, al fondo de un armario que nunca se toca.
O la telepatía del otro día en que se me pegaron las sábanas y me levanté a las 10 de la mañana (ventajas de la jubilación). Estaba diciéndome mi marido “Levántate que tu amiga Lolina ya lleva dos horas trabajando”, cuando me llama por teléfono mi amiga Lolina y me dice exactamente lo mismo: “Levántate que yo ya llevo dos horas trabajando”. Me daba la impresión de estar oyendo todo en estéreo.
Viene todo esto a cuento porque la otra noche fuimos a cenar a casa de Fernando, un amigo nacido en El Bierzo, a la vera de Galicia. Al final de la cena es obligatoria una queimada; y allí estaba yo, a media luz, recitando con toda fruición el Conjuro, cuando al decir “Con este fol levantarei as chamas deste lume que asemella ao do inferno, e fuxirán as bruxas…”, de repente la tele se puso a funcionar sola en la habitación de al lado. Fernando, con la mosca en la oreja, desenchufó el aparato, pero yo, por si las meigas, me bebí dos pozuelitos de ese brebaje ardiente y purificador, uno por mí y otro por Mamá Pepa, mientras terminaba la frase final del Conjuro: “aquí e agora, facede que os espiritus dos amigos que están fóra, participen con nos desta queimada”.
Desde entonces mi bisabuela debe haberse quedado bastante satisfecha porque no ha resollado. No creo en las brujas, pero haberlas, haylas. 

martes, 10 de febrero de 2009

¡Más nunca!





Como está de moda desdecirse, aunque hace 4 años dije que ¡más nunca! me iba a ir de farra en Carnavales, mira tú por dónde este año he ido a una fiesta de carnaval en la que lo que era obligatorio era un sombrero. Este fue el mío.

Agatha Christie en su hermosa “Autobiografía”, escrita a los 75 años, dice que cada año tiene que borrar una cosa nueva a la lista de placeres:”Los largos paseos se me acabaron y, desgraciadamente, los baños en el mar también; los filetes, las manzanas y las moras crudas, y la lectura de letra menuda”.
Pero continúa, tan vital, positiva y entusiasta como siempre: “Pero me queda mucho aún: óperas, conciertos, lecturas, el enorme placer de dejarme caer en la cama y dormir, una enorme variedad de sueños y las frecuentes visitas de jóvenes que vienen a verme y son extremadamente encantadores conmigo. Y lo mejor de todo, sentarme al sol, suavemente adormecida…”.
Como ella, mi admirada autora (que tantos ratos de relax me dio cuando, al salir de los exámenes de filosofía, cogía la guagua para ir a comprarme uno de sus libros y luego me lo leía de cabo a rabo esa misma tarde), yo también me pregunto qué cosas no voy a hacer en esta vida jubilada y jubilosa. Y no me refiero a cosas como hacer puenting o parapente (cada vez que veo esas figuritas en el cielo me digo que qué necesidad). No. Me refiero a cosas que ya he hecho y que no voy a hacer más (creo). O, como decía un compañero mío palmero cuando se le hablaba de ir de excursión con los alumnos: ¡Más nunca!.
Y pienso, sobre todo, en dos cosas.
Una: no voy a ir nunca más de camping: Parece haber en la naturaleza humana el gen ancestral del nomadismo, el deseo de vivir en plan gitano, carretera y manta y el ancho mundo ante nosotros. ¡La de planos de caravanas que hicimos! Cuando cedimos a la tentación y nos fuimos con los niños con tiendas, colchonetas y cocinas por esas carreteras, vivimos momentos preciosos, como una competición de cometas en el cielo luminoso de Figueira da Foz en Portugal; también momentos curiosos, como en un camping francés donde los lavabos estaban separados por sexo, pero no los baños ni los wateres; y también momentos enriquecedores, como es hablar, ayudar y ser ayudado por toda esa red generosa de personas que nos vamos encontrando en el camino. Pero una ya no tiene los huesos para eso. Donde esté una buena cama y una buena ducha…
La segunda cosa para la que tampoco tengo ya el cuerpo es para irme de farra en carnavales, cosa que practiqué con entusiasmo bastante tiempo, viviendo también momentos memorables. De todos ellos entresaco éste: lunes de carnaval, 4 o 5 de la mañana. Mi amigo Manolo, vestido de bailarina con tutú amarillo y botas del cuartel, acodado en la barra del Bar Castillo. A su lado, el que entonces era Presidente del Parlamento, metiéndole un rollo. Manolo lo mira con ojos vidriosos y, al cabo de un rato, le dice, toscalero: “Mira, Victoriano, estoy totarmente de acuerdo contigo en arsoluto”.  La frase, por supuesto, ha pasado a la posteridad.
En fin, siendo también animosa como Agatha Christie, sí que hay muchas cosas para las que sí tengo el cuerpo y las ganas.
Pero eso son ya otras historias.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Cucurrucucú o el marido palomero II





Hace 4 años, y dada mi experiencia como sufrida consorte de palomero, me atreví a dar sabios consejos a todos aquellos a los que les llamaba la colombofilia. Aquí están cinco requisitos básicos para dedicarse a esta afición en este 2º post que dediqué a mi marido.


Hay algunos jubilados, pocos afortunadamente, que no saben muy bien qué hacer con todo este tiempo que la sociedad nos ha regalado ahora. Alguno, incluso, se ha interesado por esa afición de mi marido por las palomas que parece que llena tantas horas.
Yo les concedo que sí, que es un hobby casero y ecológico, en contacto con la naturaleza y todo eso. Hasta la Sociedad Colombófila de La Gomera tiene un himno que al final dice: “Y cuando vuele / yo al más allá / que me acompañen / a la eternidad”, lo cual le da a todo el asunto un toque cultural y trascendente (¿limpiarán también la mierda de las palomas en el más allá?).
Pero es también una tarea azarosa que te puede tener en un sinvivir. De todas formas, por mí que no quede y, si se quieren realizar en su jubilación por ese camino, dado que soy una experta en el tema, estoy dispuesta a presentarles unas condiciones básicas sin las cuales es imposible dedicarse a las palomas.
El primer requisito, si no quieres tener conflictos con los vecinos, es un huerto, cuanto más alejado de la civilización, mejor. Nosotros no nos hemos venido a vivir aquí, un sitio por donde pasan sólo 5 guaguas al día por lo bucólico y la tranquilidad, no. Hemos venido a vivir aquí porque el sitio les gusta a las palomas, y donde manda capitán no manda marinero.
El segundo es tener muchas, muchas palomas, de 170 para arriba. El mundo de las palomas (repito, al contrario de ese símbolo de la paz en el que se les ha encasillado) es la ley de la selva. Cuando no se mueren de enfermedades con nombres como gogo o moquillo, se las meriendan los gatos o los halcones del aeropuerto (mi marido los llama “jodidos halcones”). Y como a rey muerto, rey puesto, hay que tener siempre palomas de repuesto (anda, me salió un pareado).
El tercero, como consecuencia del anterior, es paciencia y resignación ante la adversidad. Uno no se debe encariñar con ninguna paloma: Nosotros sólo le hemos puesto nombre a una, Emerenciana, que nos hacía gracia por la pachorra con la que venía de los viajes, al cabo de semanas o meses. Decíamos que seguro que venía en guagua (en una de las cinco). Cuando murió con 18 años (bastante vieja para una paloma, pero, claro, con esa vida tan sosegada…), le hicimos hasta un entierro en condiciones, pero sería un duelo constante hacerlo con todas.
El cuarto requisito es tener un espíritu tolerante y abierto ante las flaquezas. No es que un palomar sea Sodoma y Gomorra, no. Pero, si usted es un claro defensor del matrimonio heterosexual y de la fidelidad, y le parece que esto es lo que propugna la naturaleza, mejor que se dedique a otra cosa, porque se le pueden romper los esquemas. Mi marido tiene dos machos reproductores que en época de cría se van con su pareja; pero, cuando no, se enrollan entre ellos formando también una pareja estable. Y en otra pareja, la hembra deja a su “marido” empollando los huevos y se va al casetón de arriba a echar una plumita al aire con el vecino.
Y, por último, el quinto, que tal vez es el más importante para un palomero, es tener una mujer muy, muy, muy, muy comprensiva. 

(La foto es de la piscina que se tienen montada las palomas. Nosotros, no, pero ellas tienen una vida de alto standing) 
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