miércoles, 31 de diciembre de 2008

El último día del año



Hace 4 años deseé un feliz 2009 con los versos que Don Antonio, el abuelo de mi marido, lanzaba a los cuatro vientos. Tal vez para el próximo año vengan también bien los dos deseos de ese momento.

El abuelo de mi marido era un campesino del norte de la isla, alto, recio y callado, con una mata de pelo blanco y los ojos más increíblemente azules que he visto en mi vida. Era de esos hombres de antes que pensaban que un apretón de manos era suficiente para sellar un trato entre caballeros, razón por la que alguna vez le levantaron un terreno de su propiedad del que no había papeles. Pues bien, él, que durante el año ni tugía ni mugía, se levantaba tal día como hoy, 31 de diciembre, y tronaba, serio, a la humanidad:
 “El último día del año
 nació San Silvestre
y todos los santos dijeron:
 ¿Qué santo del carajo es éste?”
 Y se volvía a callar hasta el año siguiente.
En recuerdo de ese viejo encantador y del pobre San Silvestre (adjunto una foto suya, para que al fin lo conozcan), lanzo yo también hoy al aire su poema-exabrupto (sencillo y emotivo a la par que informativo y filosófico), deseándoles para el próximo año dos cosas. 
Una, que se permitan también su momento tronante. 
Otra, que puedan echar al final una mirada atrás y decir, como hago yo ahora: “Pues, después de todo, no ha sido tan malo” .
Feliz 2009. 

domingo, 21 de diciembre de 2008

Me doy por regalada



Como hace 4 años, hacer o no hacer regalos, esa es la cuestión.

Esto de hacer regalos es como el hígado: hay gente a la que le encanta y hay gente que lo odia. De este segundo grupo es una autora de principios del siglo pasado, Elizabeth von Arnim, de la que hace poco leí una novela autobiográfica, “Elizabeth y su jardín alemán” (se la recomiendo a aquellos a los que les gusten los jardines). En ella cuenta que regaló a una amiga una palmatoria de bronce y la amiga a ella un cuaderno. “Nunca escribí nada en él –dice- y al año siguiente se lo regalé por su cumpleaños; me lo agradeció efusivamente y, cuando llegó mi hora, me regaló la palmatoria de bronce”. Desde ese momento disfrutaron alternativamente de la posesión de ambos objetos y así se ahorraron, dice, problemas y gastos.
 En casa he vivido algo parecido, pero no igual. Cuando mi hermano y yo estudiábamos fuera, cada vez que uno de los dos se iba, el que se quedaba intentaba meter en la maleta del otro, sin que se enterara, una mosca grande de bronce dorado que era a la vez cenicero cuando se le levantaban las alas. Con tanta ida y venida la mosca se perdió, pero hace años encontré en un rastro una igual y le cayó a mi hermano en la cena de nochebuena (en la que hacemos un amigo invisible de vacilón con poema incluído). A partir de entonces la mosca vuelve a ir y a venir cada cierto tiempo. Eso sí, siempre con algún aditivo especial (una vez vino llena de mosquitas de plástico: había procreado).
Pero, aparte de ese hecho aislado, yo soy de las primeras, de las que les gusta regalar y recibir regalos. Mi amiga Cae y yo, hasta que la vida nos fue separando, nos regalábamos siempre en los respectivos cumpleaños lo que llamábamos “el baúl de los cadáveres”, una caja con todos los horrores que nos encontrábamos a lo largo del año. ¿Que veíamos un llavero con un esqueleto fluorescente, un anillo de plástico con un diamante tornasolado, una pastorcita rascándose un pie? Al baúl de los cadáveres.
Mi hijo también dice que de todos los regalos de reyes le encantó un año ver montada una tienda india en medio del salón, en lugar de todos los paquetes colocaditos. Y tengo colgados en el sitio de los tenderetes dos regalos de dos amigos manitas: una orinal-lámpara y un “casplero”, un timple hecho con un casco de obrero. Un regalo que me gustó mucho fue un tango, hecho por otros amigos a cuenta de mi odio ancestral a la mantequilla, cuyo estribillo dice “¿Cómo vos podés pensar/ que te pongo mantequilla/ cuando te invito a cenar?”
También por la jubilación he quedado bastante regalada. Me han regalado joyitas como para parecer la Cruz de la Trompetona; también cuadros, libros, marcadores de libros y plantas. Pero también mi hermana me regaló una fiesta sorpresa estupenda (todos allí guapísimos esperándome y yo, que venía de la playa, con estos pelos); y mis alumnos de bachillerato me hicieron otra en la que me regalaron lo que cada uno sabía hacer: Fran y Elena, que han tocado en la Sinfónica, me tocaron un dúo de viola; Rubén me cantó una canción de Maná, con esa voz preciosa que tiene; Vero y Ángel tocaron la guitarra eléctrica de maravilla; Juan Carlos, que a lo mejor será un estupendo médico, me pintó un cuadro; Yolanda, que es tan buena cocinera como alumna, me hizo una tarta; Pedro me forró una caja para guardar cosas…por no hablar de las preciosas cartas que me dieron. Sobre todo, me regalaron la sensación de saberte querida.
En el fondo, regalar es eso: querer a una persona, pensar en algo que le gusta (no necesariamente un objeto comprado) y disfrutar anticipadamente del placer que le vas (y te vas) a proporcionar. Por eso, precisamente, soy del grupo regalón. 

lunes, 15 de diciembre de 2008

Cordero a la jubilada




Hace 4 años di esta receta como regalo de nochebuena. 4 años más tarde, aunque seguimos, erre que erre, con los mismos menús, hay algunas variaciones, por aquello de la creatividad. Al cordero le pongo por encima unos cascos de cebolla, un poco de aceite caliente y, en lugar de agua, le pongo caldo. Pero lo mejor es que en estos 4 años nos hemos hecho un horno de leña en el patio. De todas formas, está muy bueno.

Nosotros, mi familia y mis amigos, somos animales de costumbres y siempre repetimos las mismas comidas en estas fiestas: pata de cerdo en nochebuena, pavo el día de navidad y cordero en fin de año. Mira que alguna vez nos ha dado por otras veleidades pero no hay manera, volvemos a lo de siempre, como las muñecas de Famosa hacia el portal.
En nochebuena la pata la hace mi cuñado en el horno de leña. Él compra en agosto un cochino que unos amigos alimentan y cuidan en La Esperanza como si fuera un hijo. En estas fechas se termina el amor filial y a mi cuñado le toca una pata. Pero ¡qué pata!. Aparte de que comemos esa noche todos (los veinte y pico que somos), le sobra para llevar al día siguiente a casa de sus hermanos, que son otro veinte y pico. Y cuando la pruebas, después de haber estado todo el día 24 en aquel horno, chup chup, asándose a fuego lento, es que se te saltan las lágrimas (y no precisamente por la muerte del pobre cochino).
 El día de navidad, que somos muchos menos, el pavo lo hago yo, relleno de uvas y manzanas, y es algo mucho más suavito después del atracón nocturno.
La nochevieja la pasamos con los amigos, dividiéndonos los platos, y a nosotros nos toca el cordero. Todos los años propongo otras formas de hacerlo pero terminamos por votación popular con la receta de siempre. Somos así de tradicionales, qué le vamos a hacer.
 Yo tengo una tía abuela que cocinaba como los ángeles. Según ella, la cocina le salvó la vida después de enviudar joven. Además, era generosa y nos hacía en navidades a cada uno de los dieciseis sobrinos y sobrinos nietos un queque (todos distintos) y una botella de licor, también siempre distinto: de naranja, de leche, de café… Pero eso sí, no daba una receta ni que la mataran. A mí (me llamo como ella y siempre nos hemos querido mucho) accedió a darme, a escondidas y en voz baja, tal como si fuera un secreto de estado, la receta del licor de café y la de un queque. Pero algún truco se calló porque no me salen como a ella. Ahora tiene 95 años y, aunque todos recordamos su ternura, su alegría y sus increíbles platos, ella no se acuerda ni de nosotros ni de recetas ni de nada.
 Por eso, siempre doy las recetas de todos los platos que me salen bien. Mi hija incluso hizo con ellas una recopilación, que tituló “Cocina chupada para chuparse los dedos” y que regaló a mi hijo cuando voló de casa y a todas las amigas que también se han ido independizando de la casa materna.
 Así que, por si a alguno le apetece y como regalo de navidad, ahí va este “Cordero de nochevieja a la jubilada”:
 Para 8 personas compro 3 patas y 2 paletillas de cordero recental. Le digo a mi marido que lo limpie bien de grasa, que uno ya tiene su edad y hay que cuidarse. Lo lavo y lo seco.
Hago entonces un majado con ajo, perejil, hierbahuerto, orégano, romero, tomillo, nuez moscada, laurel, sal, aceite y limón. ¿Las medidas? Más o menos un poquito por pieza. En ese adobo tengo el cordero desde la mañana del 31.
 Luego se pone todo al horno con un vaso de agua y un vaso grande de vino blanco. Es también importante (no me pregunten por qué), cuando está dorado por una parte, sacarlo completamente del horno y darle la vuelta fuera. Se saca cuando está ya enteramente dorado y separada un poco la carne del hueso, y se sirve con una ensalada ligera (o con lo que se quiera, qué demonios, que para eso estamos en nochevieja).
Me imagino que, si siempre lo piden, es porque, aparte de que somos fans del “vuelve a casa, vuelve…”, también está muy bueno. Si se animan a hacerlo, tómense acompañándolo una copa de buen vino a mi salud. Feliz navidad.






jueves, 4 de diciembre de 2008

La vida es una tómbola



Hace 4 años di esta primicia mundial que, que yo sepa, nadie había descubierto: los inventores de las tómbolas fueron los sofistas y hoy seguimos aprovechándonos de sus enseñanzas. A ver si, por esto, cae un Nobel o algo así (un Nacional, por ejemplo. Yo no lo rechazaría como Javier Marías)


Hoy he ido al instituto en el que hace ya unos meses venturosos impartía sabiduría. La verdad es que voy de vez en cuando porque hay allí mucha gente a la que quiero y porque me encuentro como en mi casa. Entre otras cosas, hablé con mis queridos alumnos del año pasado, recogí fotos de la fiesta de la jubilación, llevé y saqué libros de la biblioteca y departí todo lo que pude con mis compañeros de hace muchos años.

En los institutos de bachillerato, si una se queda parada un momento en el vestíbulo en el cambio de hora, es como si lo hiciera en la plaza de la Catedral de La Laguna o en el ágora de Atenas: todo el mundo pasa por allí. Hay grupitos de profes que pasan rápido hablando de alumnos y grupitos de alumnos que pasan no tan rápido hablando de profes. A ambos grupos de vez en cuando los oyes decir. “¡No hay derecho!”. Te llegan frases sueltas (me salió fatal; es una pasada, tío; y ella me soltó entonces…). Y, en medio de todo eso, captas que van a hacer una tómbola. La organiza un grupo entusiasta y animoso en beneficio de los niños de Níger (ONG Save the children).
¡Ay, las tómbolas! Mis padres, llevados por la vena ludópata de la que ya hablé, no se perdían la tómbola grande que ponían por las fiestas en la Plaza de España de Santa Cruz, y yo todavía puedo rememorar el sentimiento de expectación que me despertaba. Sabes que siempre te toca algo pero no sabes el qué. Lo más seguro es que lo que te toca sea una cosa que ni borracho te hubieras comprado, pero ¿y la intriga, la sorpresa y la jiribilla?
Claro que hay tómbolas y tómbolas. Una amiga mía, para que su hija no se quedase sin la muñeca que le había tocado, tuvo que cantar delante de todo el mundo el  “Me gusta la chochona, qué linda la chochona…” que, aunque no está mal como canción de Eurovisión, no es como para que una la cante en su debut musical ante un público (entregado, eso sí).
Pero estoy segura de que en esta tómbola no nos van a hacer cantar. Si se dan una vueltita por allí, igual les toca un pijama rosado y calentito que me regalaron y al que no le he quitado la etiqueta y que voy a donar, o un despertador-cacatúa que también estará porque está en todas las tómbolas.
Además, como primicia mundial (alguna vez me iba a tocar ponerme filosófica), les brindo que los verdaderos inventores de las tómbolas fueron en realidad los sofistas, allá por el siglo IV antes de Cristo, que nos legaron esta perla: “Si se pidiera a todos los hombres que reunieran en un solo punto lo que cada uno ve inconveniente y luego pidiera de nuevo que retirara de aquel montón cada cual lo que estime conveniente, seguro que no quedaría allí nada sino que todo quedaría repartido entre ellos”. De tener esta idea a sacarle provecho no hay más que un paso, que seguramente dieron (¡Gran tómbola sofística!). Si van, entonces, no sólo estarán contribuyendo a una buena causa, sino que encima estarán haciendo filosofía. Y ser intelectual en estos tiempos la verdad es que viste mucho. 
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