jueves, 27 de noviembre de 2008

El volkwanguito escarabajo






Mi volkwanguito  tiene ya 42 años y es el coche que mis nietos prefieren para que los vayamos a buscar al colegio. Cuando lo hacemos, van diciendo adiós a los amigos como si fueran en una carroza de Carnavales, presumiendo del "fulanguito", como ellos lo llaman. Y el coche les corresponde, orgulloso de llevarlos, mientras ronronea suavemente  hasta llegar a casa.


He dicho ya que tengo un volkswagen escarabajo de 38 años. También he dicho que nunca me ha dejado tirada en la carretera. Pero me faltó decir “por propia intención”. Él, el pobre, no tuvo la culpa de las dos veces en que esto pasó. Una fue culpa mía y se quedó sin batería en La Laguna, y otra, de un aprendiz de mecánico, que le dejó un tubo suelto y se me incendió en la carretera de Las Canteras. Pero las dos veces, como si el coche tuviera línea directa con el cielo, me mandó de inmediato un ángel de la guarda. La primera vez, nada más parárseme, apareció el mecánico del coche que lo conoce como si lo hubiera parido; y la segunda vez, lo crean o no, al coche saliéndole llamas por todos lados, y aparece un camión de una empresa de extintores, repleto de ellos, y me lo apagaron en un pispás. ¿Es o no es un milagro?.
Es un coche color naranja, de trote alegre y natural afable, el primero que cogí nada más sacar el carnet y con el que fui cantando a grito pelado por toda la carretera de Tegueste cuando vi que podía conducirlo yo sola ¡Qué gozada! Es también el único coche de toda la familia que pasa la ITV sin ningún problema. Pero hace cuatro años mi marido y los amigos me empezaron a dar la lata y a marear la perdiz con que ya iba siendo hora de cambiar, que si gastaba mucha gasolina, que si la dirección asistida, que si patatín y que si patatán… Y lo jubilé (a él también).
Al nuevo coche lo llamamos el Pocholo porque es un Polo con letras CHL. Es gris, joven y manejable, pero no tiene la madurez ni la personalidad de mi escarabajo. Digamos que el Pocholo es un empleado eficaz, pero el volkwanguito es un viejo amigo. Y los viejos amigos, aunque caminen despacio, nos hagan gastar mucho y a veces sean un poco majaderos, son los que elegimos para que nos acompañen por esos mundos. Bueno, con el volkwanguito mejor ir sólo hasta Bajamar, por ejemplo, no sea qué. 


martes, 18 de noviembre de 2008

Un día redondo





Hace 4 años escribí que no venía mal un día de desconexión. Hoy lo suscribo totalmente, ampliándolo a dos o tres o una semana. 

Contrariamente a lo que todo el mundo supone, eso de “ahora que tienes tiempo”, hay épocas en que la vida de una jubilada es una vorágine. Puede coincidirte el que tengas que hacer diligencias y papeleos tuyos y del resto de la familia (los trabajadores) con proyectos para darte un viajito a casa de una amiga. Al mismo tiempo, estás arreglando una casita que has heredado en la playa (la etapa de la jubilación suele coincidir desgraciadamente con la de las herencias). Es el momento también de poner orden en tu casa, en la que el ajetreo de épocas pasadas ha hecho que se acumulen por todas las esquinas materiales variados para ordenar. Y, en estas, que tu hija se rompe un tobillo y tienes que ocuparte de ella y de los enanos.
En momentos así es muy de agradecer un día redondo.
Te marchas al atardecer hacia el sur a la casita de la playa para levantarte temprano al día siguiente. Está a hora y media de tu casa pero es como si te marcharas a otro mundo, tal es el desconecte. En cuanto abres el ojo, te vas al mar, a una calita, a echarte un bañito mañanero en un agua transparente como un cristal. Te desayunas, después, mirando al mar. A lo mejor has hecho el día anterior un pan de nueces y te lo tomas con un café que llena la casa de aromas.
Descansas (¿de qué?), lees un poco, paseas, vas a la playa, reposas en la arena caliente, juegas con las olas, fotografías en una roca a unas gaviotas...
Comes con amigos de toda la vida un pescadito al horno, por ejemplo. Hacemos una sobremesa tranquila, comentando noticias, contando cosas, riendo. Luego, siesta y a lo mejor cae otro baño al atardecer.
Ducha y vuelta a casa por el norte de la isla con parada en El Amparo para cenar un condumio de conejo. En el restaurante hay poca gente pero no se sabe cómo, alguien saca una guitarra y terminamos todos cantando “La perla”, “Regálame esta noche” y otras canciones de las que mi hijo llama “de olvido”. Llegamos a casa a las 12 de la noche preguntándonos. “¿Vorágine? ¿Qué vorágine?”.
Un día redondo. 



martes, 4 de noviembre de 2008

Cuando la tuna te dé serenatas




Hace 4 años hablé de la tuna, los tunos y las serenatas. Lo curioso de este post es que, casualidades de la vida, lo leyó un tuno de los que hablo, una persona a la que no veía desde jovencita y que me hizo un comentario que añado (con mi respuesta) porque no tiene desperdicio. Hoy sigue siendo amigo mío, está también jubilado y es seguidor de este blog.

¿Sigue habiendo serenatas? Cuando yo era una pibita, la posibilidad de una serenata era algo emocionante y esperado. Todos oíamos en la radio por las noches “La ronda” (“Abre el balcón/ y el corazón/ siempre que pase la ronda…”) y, si te tocaba a ti, ya tenías conversación para semanas. A mí una vez me dedicaron una canción de parte de “ella sabrá quién soy” y todavía me lo estoy preguntando. Ni idea, vamos. 
Las tunas proliferaban, y el novio de la del 3º de mi casa, hoy un conocido periodista, venía con su tuna de Aparejadores a rondarla, con lo cual salíamos las del 1º y las del 2º a disfrutar del espectáculo (y de los tunos). Un amigo mío (mis tías lo llamaban entonces “un pretendiente”), que estaba en la tuna de Económicas de Madrid, me pidió una vez ¡a mí!, que no sé coser sino botones, que le bordara una cinta. Salí del apuro pidiéndole a un primo, que pintaba muy bien, que me dibujara un tuno en la dichosa cinta. Pero siempre hacía ilusión eso de formar parte de “las cintas de su capa”.
Yo creo que después la cosa perdió su romanticismo. Otro primo mío, que hizo medicina, vivió, dos años después de terminar la carrera, de los beneficios de la tuna, viajando por toda Europa y sin curar ni un catarro. Todos los hemos visto en los restaurantes en grupos de tres o cuatro y, aunque eso para algunos puede tener su encanto, no es lo mismo.
A mí me pasó otra vez veraneando en Los Sauces. No hay nada tan romántico como oír unas guitarras y una voz preciosa a medianoche bajo la luna de verano, cantándote aquello de “Paloma mensajera/, cruzando el viento/, ve y dile al amor mío/ que aquí la esperoooo…”. Tengo que decir que, a pesar de esa alusión premonitoria a la paloma mensajera, el pobre rondador se quedó esperando sentado. Pero también es verdad que aquella noche ganó un montón de puntos.
Así que ¿saben lo que les digo? Que le voy a pedir a mi marido que me regale por la jubilación una buena serenata. Que se reúna con los compinches con los que toca la guitarra los jueves y “en una noche clara de inquietos luceros” me regalen los oídos. Eso sí, no les voy a pedir que se disfracen de tunos, no sea que me digan que hasta ahí podíamos llegar. 
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