sábado, 20 de septiembre de 2008

En obras te veas




4 años después, parece mentira pero hemos estado otra vez este verano en obras. ¿Nos persigue la maldición del gomero? ¿O será verdad, como digo aquí, que las casas se convierten en hogares cuando se despintan, se rompen grifos o se despegan los azulejos? Si es así, hogar, dulce hogar...

Ahora que estamos jubilados nos hemos metido en obras, sin hacer caso de la maldición del gomero que aparece en el título. Meterse en obras es un proceso complicado en el que hay que hacer igual que cuando vas a tirarte al mar o a concebir un hijo: no pensártelo mucho porque si no, no lo haces.
Lo primero es pedir un presupuesto y, aunque parece sencillo, no lo es. Hay quien te pide el oro y el moro y hay quien te dice que te va a salir botado, de lo cual también desconfías. La cosa es tan arbitraria que me dan ganas de hacer como aquel profesor mío de latín que nos decía que el suelo de su cocina tenía losas blancas y negras y que él tiraba los exámenes al aire y los que caían en las negras, suspendidos, y los que caían en las blancas, aprobados. 
Al final, coges un presupuesto mediano y después empieza el peregrinaje por los Baños Baratos, los Leroys Merlines y las ferreterías de todo tipo. Y, cuando ya estás bastante hartita de todo, es cuando realmente comienza la obra. Y te empiezas a desesperar por la lentitud con que avanza, porque te dijeron que en un mes estaba y ya va para cuatro. Un albañil me dijo: “¡Es que esto es muy detenoso!” , uniendo en este increíble adjetivo la parsimonia de su trabajo y lo penoso que le resultaba.
Y luego están, claro, los "yaques". Oh, mi contratista ya los incluye en el presupuesto:”La obra, tanto, y los "yaques", tanto”. Pero, ¿quién se resiste? "Ya que" los tienes metidos en tu casa, te pueden arreglar el grifo que gotea, la puerta empenada, la grieta del techo y todos los desperfectos que hacen de una casa un hogar. En fin, a mí todo esto de los yaques me recuerda a una vecina a cuya madre, viejita, iban a operar y fue y le dijo al médico: “Ay, doctor, "ya que" la van a dormir, ¿usted le podría cortar las uñas de los pies?”

sábado, 13 de septiembre de 2008

Tómate una botella conmigo




Cuatro años después de este post casi hemos desistido en nuestro empeño viticultor. Seguramente "El Señorío del Palomar" es un dulce recuerdo que no volverá. Pero, eso sí, seguimos brindando por el vino, por las canciones y por la buena compañía.

Hace unos años mi marido y yo decidimos plantar viña en una huertita que tenemos y hacer vino. El plural significa que mi marido plantó, cavó, sulfató, regó y podó y yo presté mi apoyo moral. Ahora, eso sí, en la vendimia participamos todos, los niños y nosotros. Cortamos los racimos, los pusimos en un barreño grande, nos lavamos los pies bien lavaditos y nos entregamos al placer de aplastar la uva a la antigua usanza. Con el tiempo nos salió una garrafita de un vino al que llamamos “Señorío del palomar” por razones obvias dichas en el post anterior. Mi hermana, que es una artista, nos dibujó una etiqueta con dos palomas borrachas agarradas a la botella y el día de San José, que es mi cumpleaños, procedimos a la apertura de la bodega y al cierre también. Nos lo bebimos todo el mismo día, entre los amigos y la familia, y todos lo calificamos como un vino extraordinario.
Ya nos veíamos como el marqués de Griñón o como esa copla que dice “Tierra de Dios la de Güimar donde el vino no se embarca…”. Pero nunca más. En los siguientes años o se nos enfermaba la uva o nos salía un vino pirriaca que ni pa vinagre. Es verdad que nunca nos salió, como una vez a mi cuñado, con olor a huevos podridos (aunque él, desconsolado, siguió catándolo en un rincón y acabó, bastante achispado, diciendo: “Pues a mí que me está gustando…”). Pero la experiencia nos desanimó bastante.
Ahora, sin embargo, que tenemos tiempo, hemos pensado intentarlo de nuevo (otra vez ese plural), en homenaje también a todas esas canciones en honor al vino que hemos cantado en noches de fiesta en torno a una mesa: Chavela y su “Tómate una botella conmigo y en el último trago nos vamos…”; Los Quilla Huasi con “Yo no sé lo que me pasa/para ser tan desgraciado/Me tomo más de tres litros/y apenas si estoy chispiao” o “Yo no sé que es lo que tengo/que no puedo caminar/Pensarán que estoy borracho/y hay de ser debilidad”; o el “Volver en vino” de Horacio Guaraní y su “Si el vino viene, viene la vida”; o Los Chalchaleros con “Tomemos un trago de vino/que enseguida viene otro litró/de ese que toman los curas,/comisario y gobernador”; o el maravilloso “Póngale por las hileras” que acaba con “Y a la noche en cielo abierto/hay mil cantos lugareños/y entre coplas un vinito/que se llama expurgasueños”; y tantas otras canciones que nos han alegrado la vida. Cuando se derramaba una copa de vino y la gente decía que eso era señal de alegría, mi abuelo contestaba que más alegría daba por dentro que por fuera. Y en esas estamos. 

jueves, 4 de septiembre de 2008

El marido palomero (I)





Esta fue hace 4 años la presentación de mi marido y su afición a las palomas, a las que les dice piropos que nunca me ha dicho a mí. En la foto ante el palomar con un palomo, "padre de 2 hijos viajados desde Cabo Ghir (África, a 661 Km. de aquí) ¡Una preciosidad!"

Tengo un marido palomero. Algo así como Don Pantuflo Zapatilla, el padre de Zipi y Zape que, no sé si lo recuerdan, pero era catedrático de Colombofilia. Lo que no sabe mi marido de palomas cabe en una hoja parroquial.
Los palomeros son una secta extraña que, haciendo caso omiso al hecho de que la paloma es el símbolo de la paz, desprecian a las palomas de los parques por ser bastas y odian a muerte a los palomos buchones por ser unos tenorios que les roban a sus palomas. A las únicas que adoran, y de ellas se pueden pasar horas hablando, es a las palomas mensajeras, para ellos, las palomas finas, usando el término “fino” en el mismo sentido en que, cuando nació mi hija, me lo dijo una señora de La Palma, muy discreta ella: “Tu hija, con perdón, es mucho más fina que tú”.
Algunos conocidos, bien intencionados supongo, me han dicho, después de la consabida frase “ahora que tienes tiempo”, que podría ayudar a mi marido en su afición. Yo imagino que nos ven de una manera idílica como si fuéramos San Francisco y su acólita, rodeados de palomas que picotean granitos de nuestras manos, como en aquellas fotos que la gente se hacía antes en el Parque de Mª Luisa de Sevilla. Y nada más lejos de la realidad.
Los palomeros dedican el 60% del tiempo (que es bastante) a limpiar mierda de paloma, hablando también finamente. El 40% restante lo dedican a entrenarlas y a descoyuntarse el cuello mirando al cielo. Si las palomas llegan bien de Las Palmas, Arrecife, Gran Tarajal, Cabo Juby o altamar, se felicitan por radio, hay gritos de júbilo y lo celebran como si ellos fueran los que hubieran volado y no los pobres bichos. Si tienen suerte, incluso pueden darles ¡una copa!. Que, además, hay que poner en la sala, faltaría más (pero, ¿no la ganaron las palomas? ¿Por qué no ponerla en el palomar?). Las copas suelen ser bastante grandes y estar coronadas por una paloma dorada a veces.
 Si las palomas no llegan, hay llanto y crujir de dientes, sin tener en cuenta lo que yo le digo a mi marido, que a ellas también les gustan los viajitos y que también tienen derecho a echar una plumita al aire por tierras marroquíes. O que, en el peor de los casos, siempre pueden acabar en un arroz moro o en una pastela de pichón, lo cual puede ser un digno colofón a su carrera deportiva. Pero creo que nada de esto lo consuela.
Así que, como se ve y desoyendo los buenos consejos de mis conocidos, en mi jubilación no voy a formar parte de un triángulo amoroso marido palomero-palomas-yo. Es lo mejor (como dice el bolero “Llévatela”) por el bien de los tres. Y rimando, es demasiado estrés.

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