lunes, 27 de enero de 2014

La monarquía




A la casa de mis padres venía a comer casi todas las semanas una pariente lejana de un tío político mío. Se llamaba Estela y me parecía, a mis ojos de niña, viejísima. Hablaba mucho de riquezas pasadas y de apellidos de prestigio, que en nada casaban con su cara mal pintada, su ropa estrafalaria y sus sandalias, que llevaba aun en invierno. Según me fui enterando (porque los niños se enteran de todo), había sido una "señorita bien" a la que sus padres al morir dejaron casas y dinero, pero un sinvergüenza la enamoró y la engañó dejándola sin nada. Desde entonces vivía de la caridad de personas como mi madre, que siempre tenía un plato de comida para ella.

lunes, 20 de enero de 2014

El libro de mi hija




Para pasar a la posteridad esa –ya saben, lo de plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro-, digo yo, ¿bastará con que anime a mi marido a plantar un árbol (“Sí, hombre, tú planta un duraznero, abónalo, riégalo, pódalo, sulfátalo… que yo luego te hago una mermelada”) y con que tenga una hija que escriba un libro? Porque por ese camino van mis derroteros.

lunes, 13 de enero de 2014

La amante de los libros




La Amante de los Libros (la ADLL a partir de ahora, por aquello de la economía) lo fue desde pequeña, desde aquel cumpleaños, 5 quizás, en el que le pusieron en las manos un libro de “Antoñita la Fantástica” que acarició maravillada, admirando el dibujo de la cubierta y absorbiendo su olor a nuevo. Supo de inmediato que aquello era un amor a primera vista. Escribió trabajosamente su nombre en la primera hoja y se dispuso a leer y a releer.

Después de aquel primer libro, como si le hubieran abierto una puerta hacia el mundo exterior,  vinieron otros muchos que fue eligiendo año tras año en la biblioteca de sus padres: “La isla del Tesoro”, “Sandokán”, “Celia”, “Guillermo el Travieso”, “Viaje al centro de la Tierra”… pero también, Calderón, las Novelas ejemplares de Cervantes o Tolstoi, en aquellos libros pequeñitos de la colección Crisol. Y luego, el descubrimiento de Bécquer, Tagore, Neruda, García Márquez, Tolkien, Zweig… Era un universo infinito de historias, de personajes, de lugares, que le enseñaron más de la vida alrededor que si hubiera dado la vuelta al mundo.

La ADLL, ahora que está jubilada, lee entre 7 y 9 libros al mes. Su momento preferido es por la noche, cuando se acuesta. Se pone dos cojines bajo la cabeza, abre el libro y a vivir otra vida durante una o dos horas. Cuando se va de viaje, generalmente por una semana, se lleva 3 o 4 libros porque no quiere quedarse sin provisiones.

Por eso tal vez su hija en unos Reyes le regaló un ebook: “Te va a venir bien para los viajes. Ya no vas a tener que ir cargando con la biblioteca de Alejandría. Pesa tan poco que ni notarás que lo llevas en el bolso”. La ADLL dice que a ella a moderna no le gana nadie y que si para eso hay que tener un ebook, pues se tiene un ebook y santas pascuas.

Cuando se fue a la cama con el artefacto, echó de menos, eso sí, el olor y el tacto de sus amados libros. Pero empezó a leer “El cumpleaños secreto” de Kate Norton y, aunque no le gustó no poder marcar una hoja donde había una descripción  francamente bonita del otoño o subrayar con lápiz una frase que la conmovió,  al final, como siempre, la historia la atrapó. Lo malo es que para pasar la hoja tenía que tocar un botoncito que hacía “clic cloc” y su marido, aunque tenía más paciencia que el santo Job, se rebeló: “Pase que tenga que dormir con una luz en la cara como si estuviera en un interrogatorio policial. Pero con un clic cloc en la oreja cada minuto…”. Así que la ADLL desterró el cacharro clic-cloc, como lo llamó a partir de entonces.

Pero la hija siguió insistiendo dale que te pego: “Te voy a regalar mi ebook; total, yo ahora tengo un Ipad con el que también bajo libros. Este ebook es silencioso, te va a encantar. Además, te he puesto 31 novelas de las que tienes apuntadas…” La ADLL se emocionó tanto cuando vio los títulos que no esperó a la noche sino que aquella misma tarde empezó “La boda de Kate” de Marta Rivera de la Cruz, una historia de una boda entre septuagenarios y de una investigación en busca de un libro perdido.

Pero no había llegado a la página 30 –empezar a conocer a Kate y las razones por las había dado calabazas tres veces al amor de su vida, Forster Smith- cuando la pantalla del chisme se oscureció y no se encendió más. Mecachis.

Se sintió estafada, la verdad. Igual que si hubiera empezado a probar unos huevos mole, uno de sus postres preferidos, con sus huevos almibarados y su toque de almendra amarga al final, y se los hubieran quitado de delante nada más paladearlos. Llamó a su hija enseguida: “Eso es que te lo bajé mal –le contestó mientras le hablaba de no sé qué sistemas- Prueba esta noche con algún otro a ver”.

Y eso hizo. Esa noche, clic, encendió el chisme y se dispuso a leer  un libro de Nicolás Barreau, “Un atardecer en París”. Alain Bonnard es el propietario de un cine, el Cinéma Paradis, en pleno corazón de París. Es un cine- sin palomitas- que ha heredado de su tío Bernard, de quien aprendió todo lo que hay que saber de cine. Alain Bonnard ha tenido la idea de añadir todos los miércoles una sesión de noche –Les amours au Paradis- en la que proyecta todas esas viejas películas que tanto le habían fascinado: “El rayo verde”, “Al final de la escapada”, “Casablanca”, “Desayuno con diamantes”… A esas sesiones viene una mujer misteriosa con abrigo rojo que siempre se sienta en la fila 17 y…¡clac! Otra vez se oscureció la pantalla y la ADLL se quedó con un palmo de narices.

Al día siguiente ni se lo pensó. Fue a su librería preferida, compró los dos libros interrumpidos, y puso el cacharro clic-cloc y el cacharro cortarrollos en el fondo de un armario. Esa misma noche se recostó en sus cojines, se puso las gafas, abrió uno de los libros, se sumergió en la historia, subrayó lo que quiso subrayar… y se sintió feliz.


martes, 7 de enero de 2014

Una flor en la conversación




El día 1 de enero, a la caída de la tarde, unos amigos nos invitaron a su casa, amplia y generosa, a comer una paella en amor y compaña: mesas redondas que facilitaban la conversación, una decoración navideña blanca y dorada, grandes cristaleras desde las que se veía a lo lejos el Teide todavía nevado, y el sol poniéndose sobre el mar. Y lo mejor de todo, gente agradable con la que hablar en esa noche tranquila después de los festejos y con la que brindar por el año que empieza.

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