martes, 26 de octubre de 2010

Cría cuervos




Me ha llamado la atención este 8 de octubre pasado la publicación de dos noticias que aparecieron a la vez en “El País”. Una era que un alcalde de un pueblo de Pontevedra destituyó a su padre, número dos del gobierno local, que llevaba 40 años en el Ayuntamiento. La otra, cinco páginas después, decía que a Llongueras, el peluquero, lo ha echado su hija de la empresa que él fundó, con un burofax en el que lo trata de usted, como a los padres de antes, y en el que le da el finiquito. ¡Pues sí que viene pisando fuerte esta generación!, me quedo pensando.

Y no digo que no haya padres que merezcan esa patada por el trasero, como diría tan finamente Ana Oramas, la diputada. Uno de mis amigos, cuando le decía a su hijo pequeño que se tirara sin miedo a la piscina, que él lo recogería en sus brazos, siempre se quitaba en el último momento, dejando al pobre niño, después del planchazo, chapoteando desesperado. Al final lo recogía y le decía: “Eso es para que no te fíes ni de tu padre”. Y se quedaba más ancho que Pancho, pensando que le había dado la lección de su vida, sin darse cuenta de la aviesa mirada del crío, que contenía toda una declaración de intenciones: “Te vas a enterar tú cuando yo mida 1’90 y te mande el finiquito…”

Y es que hay muchos que no aprenden de la Historia, donde encontramos a cada paso a hijos y parientes que defienden eso de quítate tú pa’ponerme yo. Ahí tienen a Nerón que se cargó, sin que se le moviera una ceja o una fibra filial, a su madre, Agripina; a Pedro I de Portugal que echó del trono a su padre, Alfonso IV, provocando una guerra civil; o a los Medici, que celebraban las meriendas familiares con té y galletitas de arsénico.

Pero, después de todo, hay que entenderlos. Agripina era más mala que un dolor y también tenía su cuota de asesinados; Alfonso IV había mandado matar a Inés de Castro, la amada de su hijo, al que, con toda la razón del mundo, eso no le sentó nada bien; y los Medici debieron pensar que a cuenta de qué tú tienes un ducado y yo no, oye.

A lo mejor, eso es lo que les pasa a los políticos, los pobres: que arrastran un enfado desde niños por alguna buena nalgada recibida de un adulto. Y ahora se están vengando.

 Por eso, si alguna vez hago el decálogo del futuro jubilado (que no lo haré porque no me gustan los decálogos), pondría como uno de los principales preceptos Mimarás y tratarás con guantes de seda a los tiernos infantes. Porque si no, nunca se sabe si alguno de ellos, cuando crezca, te va a mandar un burofax, quitándote la pensión. 

martes, 19 de octubre de 2010

Con los pelos de punta
























Mis nietos, cuando se quedan en casa, se despiertan alguna noche diciendo ¡tengo miedo! Nosotros les acariciamos la cabecita, le damos un vaso de agua y un beso suave, les dejamos encendida la luz del pasillo y les decimos “cierra los ojos, mi amor, yo estoy aquí”.

Todos hemos sentido miedo. No somos como los normandos de aquel cómic de Astérix que no conocían el miedo y bajaron hasta Bretaña a conocerlo. Al final, les hacen oír las espantosas y desafinadas canciones del bardo de la tribu y el jefe normando termina gritando: “¡Bastaaa!... ¡me tiemblan las piernas, me castañetean los dientes, sudores fríos cubren mi frente y se me hace un nudo en el estómago!”En resumidas cuentas –le dice Astérix- , ¡tienes miedo!”.

Y sí, todo eso, más los pelos de punta y el frío helado por la espalda, es exactamente lo que sentimos cuando tememos algo. Pero ¡qué cosa más imprecisa y, a veces, absurda es el miedo! Te lo puede dar la oscuridad, lo desconocido, una sombra vaga, un ruido… Incluso algo tan tonto como una imagen en un papel. A mí, de pequeña, me asustaba este programa antiguo de película, tan normalito, simple y cursilón él, pero ¡ay! con un inquietante título, “Mil ojos tiene la noche”. Esas cinco palabras me transmitían la sensación de estar constantemente vigilada por algo desconocido. Recuerdo estar por las noches en mi cama, sin apenas moverme y con los ojos muy, muy cerrados porque pensaba que, si los abría, vería los mil ojos a mi alrededor. ¡Qué miedo!

Pero el caso es que también a veces, de masoquistas, queremos tener miedo, lo buscamos, como cuando nos poníamos a oscuras, preferiblemente un día de difuntos, iluminados sólo con velas, mis primos, mis hermanos y yo a contarnos, con voz cavernosa (se nos daba bien esa voz), historias de fantasmas y de muertos que salían de la tumba a tocar en la puerta. Nos inventábamos cosas horripilantes, hasta que mi madre nos lo prohibió porque teníamos a mi hermana pequeña en un sinvivir.

Pero eso debe estar en nuestra naturaleza porque, de mayores, seguimos en esa vena, viendo con deleite películas como las de Hitchcock o “El sexto sentido”, o leyendo a Poe, Lovecraft o Stephen King, que luego nos tienen la noche en vela y en vilo, mirando de reojo la sombra que está tras la puerta o escuchando qué demonios será ese ruido. O incluso, como un verano en que a todo Tenerife le dio por ahí, jugando a la ouija o a las voces psicofónicas (“sinfónicas” las llamaba mi hermano), que también te dejaban el estómago con mariposas y el cuello torcido de tanto mirar hacia atrás.

Y es que los humanos somos complicados. Vale que el miedo es un mecanismo de defensa; vale que la descarga de adrenalina nos prepara para la huida (el “pies para que os quiero”); vale que compartimos con los animales esta emoción básica… Pero, ya puestos, ¿por qué tener miedo de sombras nocturnas y seres etéreos? Les Luthiers lo vieron clarísimo cuando alertaban en uno de sus números, “Consejos para padres”, de no asustar a los niños con el coco, brujas u ogros, terribles personajes imaginarios, sino con realidades: ¡un lobo, una araña, una buena víbora!

Porque, si lo pensamos bien, el mundo está lleno de cosas, sucesos, personas… reales, demasiado reales, ante las que gritar con los pelos de punta y la cara de horror ¡¡¡Sálvese el que pueda!!!

(Para Agroteide, que me sugirió hablar del miedo, con la esperanza de que nos cuente las leyendas venezolanas de la Sayona y el Silbón) 

martes, 5 de octubre de 2010

De higos a brevas




Mi amiga Irma me trajo este último septiembre una caja de dulcísimos higos y brevas, recogidos por su abuela en las tierras altas de Santiago del Teide. Yo los dispuse amorosamente en una bandeja sobre grandes hojas de higuera, y, al compartirlos con los amigos y la familia, he descubierto que, aparte de recetas, todos tenemos una historia de higueras en nuestra vida.

Mientras los comíamos, allí salieron vivencias de los pueblos de nuestra infancia, cuando los niños colocaban trabajosamente el falsete, con sus correspondientes flores de col machacadas, en lo alto de las higueras, llenas de pájaros desde el amanecer.

Se habló de una vez en que, viniendo un grupo de una fiesta, se pararon a comer higos de una higuera al borde del camino y, cuando el dueño los sorprendió, echaron la culpa a la más pequeña (“Comprenda, señor, es que a la niña se le antojó un higo”), tapándole la boca antes de que la niña dijera “a mí no me gustan los higos”.

Allí salió también una historia de mi padre, que pensaba siempre bien de todo el mundo, y de una vez en que íbamos por la antigua carretera del sur y vimos a unas personas con el coche aparcado y robando higos. Cuando lo dijimos, mi padre nos sermoneó y nos recordó que no hay que hablar mal de nadie, que no teníamos pruebas y que probablemente la higuera era suya. Un poco más adelante nos pasaron (porque mi padre siempre iba despacio) y los vimos unos kilómetros más allá debajo de otra higuera. Entonces la juerga estuvo servida. De hecho, “la higuera era suya” es una frase que se ha quedado en el vocabulario familiar para describir esas situaciones en las que piensas mal de alguien y aciertas.

Las higueras han brindado desde siempre su generoso espacio para jugar al escondite, para echar un sueñecito, para comer bajo ellas, incluso para alguna furtiva cita. Tienen ese aire cercano y antiguo a la vez que despierta recuerdos bíblicos: esa higuera tan injustamente maldita por no dar higos fuera de temporada (¿qué culpa tiene ella?) o el poema del Cantar de los Cantares: Levántate, amada mía, hermosa mía y ven…Que en nuestro país se escucha la voz de la tórtola, apuntan los brotes de la higuera y las viñas en flor exhalan su fragancia”. O también de “Las Mil y una noches”: ¡Sólo vosotros, oh jugosos higos, sabéis dejar brillar, en el instante del deseo, la gota hecha con miel y sol!.

Hace poco hemos sembrado una higuera en un rincón de la huerta. Por ahora, es sólo una promesa, una vara fina con cuatro hojas mal contadas pero llena de yemas. Y, aunque hay un dicho que previene de su sombra, el futuro trae imágenes de siestas en veranos dorados, amparados y adormecidos por el susurro de sus anchas hojas verdes.

Debe ser algo muy parecido al Paraíso. 
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