La verdad es que, si la naturaleza hubiera querido que viviéramos en el mar,
nos habría hecho con aletas, escamas, branquias y, lo más importante, con un
cerebro a prueba de bamboleos de olas que vienen y van. Todavía me acuerdo de un
viaje que hice a los 7 años, en el año 55, a la Bajada de la Virgen de La Palma,
en uno de aquellos correíllos infames que hacían el trayecto desde Tenerife.
Ahora que lo pienso, mira que mis padres eran noveleros. A quién se le ocurre
embarcarse con 3 niños pequeños y una abuela en una cáscara de nuez repleta de
gente (porque los palmeros, antes y ahora, no se pierden una Bajada de la Virgen
ni que los maten). El barco se movía tanto, hacía un calor tan grande y había un
olor tan nauseabundo que decir que mareamos es un eufemismo. Unos melocotones en
almíbar que alguien me ofreció generosamente me duraron en la barriga el tiempo
de un estornudo. Desde entonces no he vuelto a la Bajada y no como melocotones
en almíbar.
Pero claro, viviendo en una isla, no nos queda más remedio que subir de vez
en cuando a un barco. Por ejemplo, cuando fui con mis alumnos a finales del año
71 otra vez a La Palma a disfrutar de un espectáculo excepcional: la erupción
del volcán Teneguía. Entonces una era lo suficientemente joven para atreverse a
tanto (y no lo digo por el volcán). Por supuesto, mareé a la ida y mareé a la
vuelta y, cuando después seguí una semana más mareando, me di cuenta de que no
todo era achacable al mar: tenía un embarazo de narices.
También he hecho el trayecto Tenerife-Cádiz unas 4 veces, siempre dopada con
Biodramina hasta las cejas. Pero era un papelón quedarse dormida en medio de
cualquier conversación con amigos.
Y mira que nos han querido vender las bondades de los cruceros. Como en
aquella serie de los años 70, “Vacaciones en el mar”, en el que todo eran ligues
a bordo, cenas opíparas en la mesa del apuesto capitán, bailes al anochecer y
atardeceres de ensueño. No nombraban, no, el mareo, ni la claustrofobia, ni las
tormentas marinas que pueden hacer bailar al barco al ritmo del cha-cha-chá. No
se recordaban allí las vicisitudes de Ulises que caía de un peligro a otro, de
una sirena a un Polifemo. O, poniéndonos más actuales, las noticias del marzo de
este año, que hablaban de una ola que rompió los cristales ¡de la quinta planta!
de un crucero, o de 50 barcos que quedaron atrapados por el hielo en el mar
Báltico.
Hace un tiempo recibí un e-mail en el que una jubilada aconsejaba pasar la
jubilación de crucero en crucero. Costaba lo mismo que una residencia, decía, y
siempre habría barcos que zarparan con destino a Australia, Sudamérica o Hawai.
Espectáculos todas las noches, jabones gratis y gente diversa eran, entre otros,
los atractivos de esta jubilación de lujo. Y, como colofón, si te morías, al mar
y sin gastos.
Vista así la cosa, y suponiendo que una tuviera el estómago de un lobo de
mar, no estaría nada mal. Pero me da que voy a pasar. No es cuestión de cenar
todas las noches tortilla de biodramina.